Después de tantos años perorando, esta Dirección del centro, amiga e inmisericorde, no me ha perdonado las últimas palabras de este curso escolar en que incluso el despedidor de bachilleres también se despide.
Y digo esto de bachilleres porque además de ser el nombre adecuado a quienes han acabado el bachillerato, tengo esta palabra en gran estima desde que hace ya bastante tiempo aprendí junto a otras muchas cosas de Cervantes, que también él era bachiller, y por ser más exacto, sólo fue, en la terminología académica de la época, bachiller, como antes lo había sido Fernando de Rojas.
O sea, que el más grande y a la vez sencillo de nuestros escritores no fue licenciado ni doctor ni catedrático ni honoris causa, sólo fue bachiller con la pluma y soldado con la espada.
Aunque no presumiera, como Quevedo, de ser tan ducho en el arte de la pluma como en el de la espada, la verdad es que él ha sido un claro ejemplo de cómo se puede aprender tanto fuera como dentro de las aulas.
Es verdad que él comenzó por tener un profesor que muchos quisieran para sí, como aquel humanista Juan López de Hoyos, que comenzó a abrirle los ojos en el respeto a los valores individuales del hombre. Pero también es verdad que a muy temprana edad, los 19 años, la fuerza de las circunstancias lo llevó a Italia, a Roma, donde se había cocido uno de los movimientos culturales más importantes desde la época de los griegos.
Me refiero al Renacimiento y al humanismo, aquella explosión del arte antiguo y del descubrimiento de los valores del ser humano como individuo, como la libertad, la crítica,.. que durante siglos habían estado sofocados por la omnipresente imagen de un ser todopoderoso, creador y juez.
El humanismo fue, junto a sus desgraciadas experiencias, el espacio en el que él creó sus personajes. No ya solo los archiconocidos Don Quijote y Sancho.
También otros de menos relieve como Carrizales, aquel rico indiano instalado en Sevilla, donde, ya anciano, se enamoró de Leonora, joven de 15 años. Los celos lo llevaron a aislar con murallas su casa, pero el ardor juvenil franqueó las murallas – que no existen para el amor- y una madrugada Carrizales encontró en brazos de un apuesto joven a su ingenua esposa.
El primer arrebato – propio del teatro del barroco y de la mentalidad de la época- fue asestarles un golpe de cuchillo, pero la reflexión -propia del humanismo renacentista- lo llevó a considerarse a sí mismo culpable por haberse casado tan irracionalmente con una jovencita, y no sólo los perdonó sino que les dejó su hacienda antes de morir.
Es la historia de “El Celoso extremeño”.
No, no estoy hablando de Cervantes, estoy hablando de vosotros, los alumnos de 2º de bachillerato.
No se me olvida.
Pero quería poneros un ejemplo de cómo en la vida son importantes las aulas, expresión institucional del saber de una cultura, pero también el conocimiento de la realidad, de la calle, de otras culturas, de otras ciudades, de todo lo que nos rodea, para así relativizar, aceptar, respetar a todas las personas, cualesquiera que sean sus ideologías, religiones, costumbres, reivindicando los derechos adquiridos por los humanos en este camino por la historia hacia otra edad dorada, y vuelvo a Cervantes, no porque en ella abunde el precioso metal, el oro, sino porque en ella se desconozca el significado de las palabras tuyo mío.
Respetad al hombre y atacad sus cadenas.
En el camino de la libertad no se puede ceder un solo paso.
Sólo avanzar. Hasta llegar al día en que sin lastre, sin cadenas, sin ningún tipo de esclavitud, podamos volar sin que ninguna frontera ni raza ni lengua se interpongan en nuestro vuelo.
Con estos deseos y consciente de las dificultades de los tiempos en los que estamos inmersos se despide quien, sin conseguirlo, ha pretendido enseñaros con la palabra y con la práctica la senda de esta aventura de la vida.
Un abrazo.
José Luis Simón Cámara.
San Juan, 1 de junio de 2007.