Paseando una tarde por la Medina escuché una voz ronca canturreando. La puerta abierta dejaba ver a mucha gente sentada en silencio, me asomé a un gran patio, junto a los muros de la Alcazaba, y allí, sobre un escenario, solo, sentado, un varón como de 40 años, barbado, ante dos micrófonos salmodiaba frases entrecortadas, con largos silencios, mientras la gente escuchaba recogidamente.
Su voz, a veces, atronaba, otras era suave y meliflua.
Me acordé de ese palo flamenco sin acompañamiento musical, el martinete, con el cantaor serio, sentado en una silla, con las manos apoyadas sobre las rodillas y creí que se trataría de un concierto, si bien la compostura de la gente, si bien el silencio,…
Ya en la calle preguntamos por el tipo de espectáculo musical y alguien, mirando de reojo a su alrededor y en voz baja nos dijo sorprendido que se trataba de un concurso de recitadores del Corán, el libro sagrado de los musulmanes.
Tampoco nosotros pudimos ocultar nuestra sorpresa.
Y reciben, nos decía, premios muy importantes en metálico aparte de la consideración social y de las posibilidades que se le abren al triunfador.
Ya desde pequeños comienzan a recitar.
Por la mañana, de visita a la Alcazaba, nostálgico intento de imitación o más bien de evocación de la perdida Alambra de Granada, y a su museo con ropas y trajes de ceremonia para la boda según las distintas zonas y categorías sociales, con armas y armaduras, con ornamentos y vasijas, habíamos escuchado una algarabía de voces al unísono y pudimos ver en una dependencia retirada a un numeroso grupo de niños sentados a lo largo de la pared y mirándose de frente con un libro entre las manos, dirigidos por un adulto y balanceando su cuerpo hacia adelante y hacia atrás mientras iban recitando una retahíla de palabras interminables y, para nosotros, ininteligibles.
Me acordé del catecismo en otros tiempos, no sé ahora, cuando había que aprenderse de memoria aquel pequeño libro con preguntas y respuestas muy concretas que no podían alterarse y había que decir de carrerilla.
Este espectáculo religioso, monótono, silencioso tenía lugar junto a uno de los lugares más concurridos y bulliciosos de Chaouen como es la plaza Uta al Hamman, sin que por ello se viera perturbado a pesar de ser a cielo abierto, junto a los jardines y con una ancha puerta abierta.
Al anochecer revoloteaban los murciélagos.
José Luis Simón Cámara.
San Juan, 26 de septiembre de 2007.