Pocos días después de regresar a España desde Marruecos, Al Zawuahiri, lugarteniente de Bin Laden, hace una proclama invitando a los combatientes a atentar contra los hijos de Francia y de España que viven o pasan por el norte de África, territorio del Islám.
Dos días más tarde, dos franceses, víctimas de un atentado en Argelia.
A los pocos días las cintas del rancho revelan, como en el cine del Oeste, los planes secretos de los matones de Occidente para que sus patronos controlen los pozos de petróleo, y a partir de ese momento comienza la lluvia de fuego que no distingue justos de pecadores.
¿Es ésta la solución a los problemas del mundo?
¿Está dando algún resultado?
¿Cuántos miles de muertos más de cualquier bando hacen falta?
¿Se va a arreglar así el problema palestino, el iraquí, el afgano, el sudanés, el de Nueva York, Londres o Madrid o el de cualquier parte del mundo?
¿Será verdad que los humanos no aprendemos de la historia?
Me resisto a creer, como Lisístrata, que no sea posible enterrar las armas y convertir las espadas en arados.
Me resisto a creer que no sea la palabra, el conocimiento del otro, el respeto, la tolerancia, lo único que puede hacernos humanos.
Aunque algunos cuando oyen hablar de alianza de civilizaciones lo tachan de cursilada, de blandenguería, de mariconada..
Pero, claro, ¡estos matones (me da igual el largo y blanco y torcido diente, o el negro bigote pegado, o esos andares escocidos, o el turbante protector del cara de Ramadán -o de Cuaresma-), si no es con las armas!
¿Para qué las hacen si no?
¿Para qué las quieren si no?
¿Para qué las venden si no?
Los pueblos tienen que empezar a deshacerse de toda esa gente canalla.
Y quizá deban ser los filósofos, entiéndanme, como en otros tiempos, los que cojan las riendas de las repúblicas y, quizá en estas horas bajas, hasta de las monarquías.
Y comiencen a quitar todos los velos, religiosos, culturales, políticos, económicos, que simulan hacernos diferentes.
Y nos dejen desnudos, como somos, unos ante otros, para ver que no somos tan diferentes como nos hacen creer.
Para ver que todos somos del mismo barro, más o menos cocido.
Para ver que todos amamos y sufrimos.
Para ver que todos, cada uno a su manera, queremos sobre todo, ser felices.
O ¿acaso me voy a resignar a no poder visitar jamás los países del turbante o los del sol naciente?
José Luis Simón Cámara.
San Juan, 1 de octubre de 2007.