Estaba mucho tiempo sin ver a tanto cura junto y menos en un aeropuerto. Hasta que caí en la cuenta de que yo también iba a Roma.
No puedo evitar la comparación con los musulmanes y la Meca.
Ya en el avión se les distinguía por la ropa o por el porte.
Estuve observando cerca de mi asiento en el pasillo a una modosa monja seglar o seglar monjil conversando con un cura sentado.
Ella se mantenía de pie, apoyada en el respaldo delantero y dejando caer su delicada mano,- me recordaba las manos del éxtasis de Santa Teresa de Bernini-, con una cara de resignada felicidad cristiana.
Llegamos al aeropuerto de Fiumicino, junto a la desembocadura del Tiber. Conviene saber que en italiano es Tevere, porque en Roma da nombre a un hermoso y cálido barrio llamado Trastevere, por encontrarse al otro lado del río.
En el “Leonardo Express”,- esta tierra que pisamos está llena de evocaciones históricas o artísticas-, nos dirigimos a Roma. Campos bastante secos, vegetación mediterránea escasa, y por primera vez nos acercamos a la “urbe condita”, la ciudad fundada no se sabe por quién, si por Eneas, si por Rómulo y Remo, o por la loba, la ciudad asediada por Aníbal, mi mente empieza a recordar aquellos tiempos, las villas de los poderosos o de los poetas protegidos por Mecenas a las afueras de la ciudad, las dependencias de los esclavos, traídos en las guerras de conquista de países lejanos y extraños, los bárbaros, las luchas entre patricios por el control de la ciudad, es decir, del imperio, y luego mi mente volaba a otras épocas posteriores, a la Roma de los Farnesio y los Borghese y los Borgia, el lujo obsceno envuelto en sagradas y brillantes galas de la liturgia, el mayor desenfreno pasional, fustigado en los púlpitos, y a la vez que todas estas secuencias pasaban por mi cabeza iba viendo feos edificios de barrio, sucios y amontonados, junto a las vías llenas de hierbas secas crecidas, vigas oxidadas, travesaños rotos de madera o ya más modernos de cemento, graffittis por los muros semiderruídos, estructuras de hierro corroídas cubiertas de uralitas despuntadas, gatos escarbando las basuras,….
no daban crédito mis ojos, ¿era ésta la entrada a la “ciudad eterna”, a la capital de uno de los más grandes imperios de la historia? o estaba adormilado del viaje y soñaba lo que veía y tenía ante mí lo que soñaba?
Viendo pasar estaciones y recreándome en estas consideraciones, con ojos entreabiertos, el movimiento de los pasajeros presagia la proximidad del destino. El tren va reduciendo velocidad y es lentamente engullido por una mastodóntica y geométrica estación diseñada en la época del último dictador romano, ridículo émulo de aquellos grandes y crueles emperadores o dictadores del pasado.
José Luis Simón Cámara.
Estación Términi. Roma, 2 de Octubre 2007.