Salimos de la plaza Navona, antiguo estadio construido por Domiciano en el s. I d. C., para celebrar luchas, carreras, luego mercado de la ciudad y ahora lugar de paseo y descanso donde se suceden mimos, carusos, saltimbanquis, rodeada de cafeterías y de bares ante los que músicos de la calle recrean o aburren a los clientes, “obligados” a dejarles alguna moneda, plaza donde hasta las hermosas fuentes de “los cuatro ríos”, “del moro” y de”Neptuno” compiten ante las iglesias al ritmo de la rivalidad entre sus autores, Della Porta, Bernini, Borromini.
Cruzamos la calle (el corso) Victor Enmanuele y casi enfrente se llega al campo de Fiori, amplia plaza, aunque no tanto como Navona, rodeada de edificios, si no palacios, palaciegos, trasiego humano de mercado multicolor y de flores.
Junto a los puestos de flores, otra fuente menos pretenciosa, suave susurro del agua, y una señora gruesa encaramada en la concha más baja, como a caballo para no perder el equilibrio se apoya en sus recias e hinchadas piernas para rebajar los calores que le tensan y enrojecen la piel. Por su mirada perdida, por su aspecto descuidado, cabellos, ropa, bolsa, ,..una mendiga.
Allá en el centro la aún humeante estatua que recuerda la quema de Giordano Bruno, aquella voz que, obsesionada por la búsqueda de la verdad y de la ciencia, colgó los estrechos hábitos de dominico y se lanzó por Europa, primero a Ginebra de donde tuvo que huir ante el intransigente rigor de Calvino, después a Londres de donde tuvo que salir igualmente porque los anglicanos no podían soportar sus críticas, aquella voz que debatió con Galileo, hasta que un hombre poderoso, empeñado en que le revelara la magia que sin duda había detrás de su prodigiosa memoria, lo denunció al Santo Oficio por hereje, aquella voz justiciera que fustigaba la hipocresía e inmoralidad que envolvía al papado, incapaz de perdonar, como no sea siglos más tarde, la osadía de un monje ante el poder terrenal de su iglesia, revestida del don de la infalibilidad.
Y en cualquier rincón, quizá aquí mismo donde estoy sentado tomándome un gin-tonic, Caravaggio, el pintor del claroscuro, el pintor que tomó como modelo para su cuadro “La muerte de la Virgen” el cadáver de una mujer ahogada en el río, asestó unas puñaladas a un compinche de juego y lo mandó al otro barrio.
Se diría que de tanta sangre y fuego han brotado esta vida inquieta y bulliciosa y estas flores en la plaza, como en París, donde llaman ahora “de la Concordia” a la inmensa plaza donde estuvo instalada la guillotina.
Detrás, en dirección al Tíber, el palacio austeramente lujoso, elegante y enigmático ejemplar renacentista de Alejandro Farnese, influyente cardenal y luego Papa, obra de Sangallo, Della Porta y Miguel Ángel.
Es sabido que algunas familias poderosas daban cobijo tras los muros de sus palacios a los perseguidos por la justicia del enemigo.
Aún guardan en sus estancias los disfraces para ocultar la identidad del caballero, del truhán o del canalla, cuchillos y pistolones para deshacerse de un cuerpo en el Tíber y las bolsas para llevar las sucias monedas del crimen.
¡De cuántas conjuras son mudos testigos sus paredes!
¡A cuántos pendencieros abrirían sus puertas en la noche!
José Luis Simón Cámara.
Roma, 4 de Octubre 2007.