Hoy hemos comenzado en el monte Capitolino, austera y abarcable plaza de Campidoglio, que en la cabecera del Foro Romano compite en sobriedad con las solitarias y truncadas columnas entre la hierba y los cristales rotos.
Esta plaza flanqueada por soberbios palacios renacentistas, fue diseñada por el omnipresente Miguel Ángel, así como la gran rampa escalonada para que Carlos V pudiera entrar a caballo a la ciudad imperial, donde fue coronado emperador en 1537 por el pontífice romano, temeroso de que volviera a repetirse otro saqueo de Roma, como diez años antes.
Desde allí, dejando a la derecha el teatro Marcelo, sobre el que se edificó un palacio, los viejos muros sembrados de plantas silvestres, envidia del ganado, cruzamos el río, cuya proximidad sentíamos sin verlo, por el puente Fabricio desde el que se domina la isla Tiberina, hasta llegar al Trastevere, al otro lado del río.
Callejuelas en penumbra, edificios desconchados de aspecto no sé si cuidadosamente descuidado, ese ocre amarillento sucio, con manchas que quizá les da ese aire envejecido, las ventanas con flores, la gente por la calle, sentados en terrazas con mesas pequeñas para que quepan dos pizzas, los cubiertos, el vino y una velita que da como más intimidad – en algunas terrazas tan aprovechadas, resulta una intimidad múltiple-, a pesar de la proximidad de las mesas que casi se rozan. Un centímetro que las separa establece como una muralla invisible que permite hablar, mirarse, sonreír, como si nadie de los muchos que hay al lado te pudiera ver, observar, escuchar.
Pasear por aquellas calles, como si todas estuvieran dentro de un gran patio, es como pasear por otros barrios viejos y semiabandonados por un tiempo, de otras ciudades del Mediterráneo, llámense Alicante, Chaouen o Argel.
¿Quién diría, sentado en una de aquellas terrazas con casas abandonadas, ventanas con hierbas entre los barrotes y bajo las tejas, alguna ropa colgada, farolas que apenas se alumbran a sí mismas, niños jugueteando por las esquinas, que nos encontramos en la que fue metrópoli del imperio?
Ante tanta variedad de restaurantes, bares, cervecerías, no sabíamos dónde parar.
Tomamos un vino en la barra de un bar con la clientela atenta al partido del Lacio y rehicimos el camino hasta sentarnos en la terraza de un bar de los varios que había en aquella plaza que se perdía en la oscuridad.
Nunca había probado una pizza tan sabrosa, sencilla, variada y crujiente.
Reconfortados por el alimento y el descanso salimos del barrio atravesando el Tíber, esta vez por el puente Garibaldi, desde el que volvimos a ver a la derecha la isla Tiberina y las grandes ramas de los plataneros orientales bajando hasta casi acariciar el suave curso de este río con tanta historia.
José Luis Simón Cámara.
Roma, 5 de Octubre 2007.