Una sensación de ser controlados nos invadió cuando en las primeras horas de la tarde del primer día de estancia en Chaouen, después de la comida en el Andalusí, mientras descansábamos en casa, tocó la puerta una chica de unos 20 años para pedirnos los pasaportes.
Morena, agraciada, en perfecto castellano y sumamente correcta.
Le dimos los pasaportes con desgana, pero por la natural resistencia a sentirse controlados, uno de nosotros escudándose en el número se hizo el sueco y a los pocos minutos regresó la joven diciendo que faltaba uno.
Sabían perfectamente los que éramos. Cinco adultos y tres niñas.
Aunque es razonable la entrega de documentos en cualquier hotel, nos parecía una invasión de la intimidad.
Pero ya al anochecer, después de haber paseado por la Medina y de encontrarnos en la hermosa y sencilla casa que nos cobijaba, vuelven a tocar la puerta. Ya no era la morena, era un moreno maduro. Pidió disculpas por la hora, aunque no era muy tarde, y nos llevó dos colchones porque pensó que nos harían falta para dormir cómodamente. También en perfecto español. Se marchó inmediatamente ofreciéndose a ayudarnos si necesitábamos cualquier cosa.
Los sentimientos de vergüenza y de gratitud se mezclaban.
Lo que considerábamos una intromisión no era más que por un lado el cumplimiento de la ley y por otro la omnipresente hospitalidad que, inevitablemente, despierta el recelo, tan inmersos como estamos en la cultura europea de no hacer nada gratuitamente.
De hecho, Maribel había contratado la casa para ella y sus tres hijas y allí aparecimos además Carmen, Inma, Paco y yo.
La casa tenía una entrada al salón a través de un amplio arco que separaba de la cocina y demás dependencias formadas por dos habitaciones y un cuarto de baño, todo exterior.
Quienquiera que fuera aquella persona, nos había observado y comprendió que difícilmente íbamos a acomodarnos todos a pesar de los sofás y cojines del salón.
En días sucesivos seguimos viéndolo al salir o al entrar porque en la planta baja y comunicado con el pasillo de entrada por un gran ventanal abierto, había un pequeño despacho con vitrinas y cuadros que veíamos al pasar para subir a la primera planta. Allí trabajaba aquel señor que no era otro que el dueño de la casa.
Delgado, alto, correctísimo, tuvimos con él varios encuentros, cada vez más prolongados y más afectuosos.
En una ocasión nos acompaño a la entrada de la Medina, junto a la que vivíamos, para ayudarnos a comprar el pan.
Iba normalmente vestido a la europea, como muchos otros, y, a veces, llevaba la camisa o la chilaba.
Como sabíamos que hay judíos sefardíes y moriscos que habían guardado las llaves de sus casas cuando salieron expulsados de España en la época de los reyes católicos, le preguntamos por el cuadro que preside el salón de la casa y nos contó que eran restos de la puerta y la cerradura de la casa que sus antepasados moriscos tenían en el Albaicín de Granada hasta que en 1490, Ibrahin Ben Alí, sintiendo la creciente hostilidad que precedió a la conquista de Granada, vendió sus propiedades y con su familia pasó el Estrecho de Gibraltar y se instaló en las montañas del Rif, lo más cerca posible de su querida Granada, donde se quedaron muchos de sus vecinos que después de la conquista lo perdieron todo tras el decreto firmado por la catolicísima reina Isabel el 14 de Febrero de 1502, obligándoles a que se convirtieran a la fe cristiana o a que se marchasen dejando todo lo que tenían.
A su antepasado le atribuyeron desde entonces el sobrenombre que él mantiene de “el Akel” que significa “mente lúcida”, porque se anticipó a los acontecimientos.
Ahora sus hijos, aquella chica morena que nos pidió los pasaportes el primer día, y otro joven educado que siempre saluda al pasar, ironía del destino, estudian en Granada.
Nuestro hombre, ya jubilado de la Banca, de la que nos contó alguna anécdota, se dedica a la pintura, a las piezas ornamentales, anillos, colgantes, a esculpir y a mirar la vida de su gente desde la perspectiva que le da su amplia cultura e información.
Cuando le cuestionábamos el régimen político marroquí sin apenas libertad, él, reconociéndolo, nos recordaba que días atrás habían secuestrado una revista en España,”El Jueves”, porque ironizaba sobre los príncipes.
En cualquier caso era partidario de la calma y la evolución natural de las situaciones políticas, aunque su mayor preocupación por encima de la libertad de crítica se centraba en el hambre que aún siguen sufriendo muchos compatriotas.
Aún se sienten colonizados por la orilla norte del mediterráneo, abandonados económica, política y culturalmente, y a esto y quizá por esto se suma ahora la inmigración, las pateras, y para colmo el llamado terrorismo islámico que, según ellos, no tiene nada que ver con el Islám.
Nos contaba que trabajó un tiempo en un banco de Casablanca con un jefe español con el que siempre hablaba en francés. Éste, simplificando su nombre lo castellanizaba y le llamaba “Adelgazar” continuamente, por lo demás totalmente inadecuado porque nuestro hombre está bastante delgado.
Hasta que un día, dirigiéndose a él, a su jefe, en perfecto castellano le espetó: ¿Por qué te empeñas en llamarme permanentemente Adelgazar cuando mi nombre es Abdelghafar?”
Su jefe, deshaciéndose en disculpas, quedó perplejo y avergonzado por la indelicadeza que involuntariamente y por comodidad le había llevado, ajeno totalmente a su dominio del español, a adaptar su nombre.
Como podéis suponer, nuestro hombre no es otro que nuestro anfitrión, Abdelghafar el Akel.
José Luis Simón Cámara.
San Juan, 28 de septiembre de 2007.