Josele nos sorprende con una densa novela, en la que nos lleva por la Ciudad Eterna junto con Alfredo Tresfuegos, profesor de filosofía. Como siempre, sopesando cada palabra, con un vocablo tan rico, nos revela una intriga cuyo trasfondo nos suena demasiado conocido por estas tierras. Aprovecha para añadir referencias históricas sobre los monumentos que va viendo el protagonista. Esperemos tener el privilegio de ir descubriendo Paris con él para poder disfrutar de viva voz de sus anécdotas parisienses.
Martina
1.
Habíamos dejado a nuestro investigador Alfredo Tresfuegos en un hotel de Venecia con un tesoro literario en sus manos. Después de muchas tentaciones consiguió serenarse y posponer su lectura pensando que, como decía Gide, la sensación de deseo era más fuerte que la satisfacción del mismo. Rara vez su temperamento impulsivo era controlado por su crítica pero apasionada razón. La verdad es que conocemos muy poco todavía a nuestro investigador. Baste saber, por el momento, que era capaz, en búsqueda del conocimiento de la realidad, de desplazarse a Polonia siguiendo al filósofo del posmaterialismo o cartearse con Bacca, el anciano filósofo hispano-americano o atravesar el Atlántico para conocer a los grupos de apoyo a la revolución bolivariana.
Llevarse las manos a la barba y entretenerse mesándosela le ayudaba a pensar. Años atrás se enfrascaba en la lectura de todo lo que le caía entre manos, aún lo seguía haciendo, hasta que prevaleció su reflexión en permanente discusión con todo tipo de gentes.
El debate sin posicionamientos previos, harto difícil, ofrece quizá más posibilidades que la letra fijada en un papel, por más que ésta haya sido y siga siendo imprescindible en la difusión de la cultura.
Su ansia de conocimiento era ilimitada, su rigor analítico incuestionable, sus armas retóricas sorprendentes, su pasión desbordada. ¡Ah! y en cuanto a la amistad, casi nada o nada estaba por encima de ella. Beber y fumar con los amigos hasta altas horas de la madrugada manteniendo la misma tensión discursiva, aunque, como ocurrió finalmente, le fuera en ello la vida.
¿Y de su físico? Algún adversario político adoctrinado y poco inteligente lo tachaba de seboso llevado por la antipatía, es verdad que es más bien bajo y digamos que llenito, pero su desordenada y larga barba y los años de inquietud y desasosiego lo habían estilizado de tal manera que diríamos que aquel calificativo estaba dictado exclusivamente por el intento de descalificación de quien siempre se los llevaba al huerto en cualquier terreno que tocasen.
Hay gordos tan finos que su grosura desaparece cuando cruzas las primeras miradas y palabras. Nuestro amigo, no lo voy a llamar nuestro héroe, quizá nuestro protagonista o, mejor aún, antihéroe, nunca ganó ninguna batalla y no por eso era más infeliz. Al contrario. Su energía, sus ganas de vivir lo impulsaban como un resorte cuando una vez tras otra tropezaba en su camino, en todos los caminos que siguió, que fueron muchos.
Alfredo Tresfuegos se sonrojaría si pudiera leer estas pinceladas que sobre él estoy esbozando.
Por otro lado, con su sonrisa irónica y burlona asentiría, estoy seguro, a todo lo que afirmo.
Y bien, pensará el lector, ¿para qué nos sirve conocer al personaje? ¿Qué hay en él de interesante? ¿Con qué puede conquistar nuestra atención?
—
La segunda parte de su viaje había comenzado.
Ya en Fiumicino se dirige a Roma en el Leonardo Express – esta tierra está llena de evocaciones históricas o artísticas.
Campos bastante secos, vegetación mediterránea escasa, y por primera vez se acerca a la “urbe condita”, la ciudad fundada no se sabe por quién, si por Eneas, si por Rómulo y Remo, o por la loba, la ciudad asediada por Aníbal, su mente empieza a recordar aquellos tiempos, las villas de los poderosos o de los poetas protegidos por Mecenas a las afueras de la ciudad, las dependencias de los esclavos, traídos de las guerras de conquista de países lejanos y extraños, los bárbaros, las luchas entre patricios por el control de la ciudad, es decir, del imperio, y luego su mente volaba a otras épocas posteriores, a la Roma de los Farnesio y los Borghese y los Borgia, el lujo obsceno envuelto en las sagradas y brillantes galas de la liturgia, el mayor desenfreno pasional, fustigado en los púlpitos, y a la vez que todas estas secuencias iba viendo feos edificios de barrio, sucios y amontonados, junto a las vías llenas de hierbas secas crecidas, vigas oxidadas, travesaños rotos de madera o ya más modernos de cemento, graffittis por los muros semiderruídos, estructuras de hierro corroídas cubiertas de uralitas despuntadas, gatos escarbando las basuras,….
No daban crédito sus ojos, ¿era ésta la entrada a la “ciudad eterna”, a la capital de uno de los más grandes imperios de la historia? o estaba adormilado del viaje y soñaba lo que veía y tenía ante sí lo que soñaba?
Viendo pasar estaciones y recreándose en estas consideraciones, con ojos entreabiertos, el movimiento de los pasajeros presagia la proximidad del destino. El tren va reduciendo velocidad y es lentamente engullido por una mastodóntica y geométrica estación diseñada en la época del último dictador romano, ridículo émulo de aquellos grandes y crueles emperadores o dictadores del pasado.
Estación Términi. Roma.
Desde allí un taxi lo llevó hasta el hotel en el Trastevere. Las imágenes del viaje en tren adormilado fueron desapareciendo en la ciudad: calles abarrotadas de gente por las aceras bajo hermosos edificios sucios, a lo lejos una columna entre ruinas y poco después el río hasta pasar al otro lado.
Ya en el hotel ordenó su escaso equipaje y salió a pasear por las proximidades. Llegó hasta el río, lo atravesó por el puente Fabricio, desde el que se domina la isla Tiberina y llegó hasta el teatro Marcelo sobre el que edificaron un palacio, los viejos muros y el suelo sembrados de plantas silvestres, envidia del ganado. No quería alejarse demasiado y antes de oscurecer regresó al Trastevere.
Callejuelas en penumbra, edificios desconchados de aspecto quizá cuidadosamente descuidado, ese ocre amarillento sucio, con manchas que les da ese aire envejecido, las ventanas con flores, la gente por la calle, sentados en terrazas con mesas pequeñas para que quepan dos pizzas, los cubiertos, el vino y una velita que da como más intimidad – en algunas terrazas tan aprovechadas, resulta una intimidad múltiple-, a pesar de la proximidad de las mesas que casi se rozan. Un centímetro que las separa establece como una muralla invisible que permite hablar, mirarse, sonreír, como si nadie de los muchos que hay al lado te pudiera ver, observar, escuchar.
Pasear por aquellas calles, como si todas estuvieran dentro de un gran patio, es como pasear por otros barrios viejos y semiabandonados, de otras ciudades del Mediterráneo, llámense Alicante, Chaouen o Argel.
¿Quién diría, sentado en una de aquellas terrazas con casas abandonadas, ventanas con hierbas entre los barrotes y bajo las tejas, alguna ropa colgada, farolas que apenas se alumbran a sí mismas, niños jugueteando por las esquinas, que se encontraba en la que fue metrópoli del imperio?
Ante tanta variedad de restaurantes, bares, cervecerías, no sabía dónde parar.
Tomó un vino en la barra de un bar con la clientela atenta al partido del Lacio y rehizo el camino hasta sentarse en la terraza de un bar de los varios que había en aquella plaza que se perdía en la oscuridad.
Nunca había probado una pizza tan simple, variada, crujiente y sabrosa.
Satisfecho de su toma de contacto con la ciudad se retiró al hotel con el propósito de madrugar para visitar el Panteón.
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