El Ovejero no era sólo su apodo. También lo había sido de su padre y de su abuelo. Anselmo, como ellos, se dedicó desde niño al pastoreo. Y por eso conocía la montaña como su propia mano. No había quebrada, peñasco, collado, senda o ribazo que no hubiera pateado buscando algún cordero extraviado.
Se echó al monte al terminar la guerra, cuando temió en su persona las represalias que los del bando ganador estaban llevando a cabo en otras comarcas. No dudó en la elección del escondrijo. Aquella oquedad oculta y de difícil acceso resultaba idónea. Con su gastada Mauser, una lata de munición, una colchoneta de paja y pocos más utensilios, estableció en la cueva su nuevo hogar.
Anselmo se procuraba alimentación con trampas para liebres o pájaros y, de vez en cuando, también bajaba a los huertos de Benixell en busca de verduras, hortalizas o frutas. Los agricultores que percibían su presencia aparentaban ignorarla y continuaban con sus tareas; mientras tanto el Ovejero llenaba su zurrón con lo que podía. También se llevó alguna vez una botella de vino, una hogaza de pan o una ristra de chorizos, olvidadas bien junto al aljibe, bien a la sombra de una higuera.
Los labriegos nunca comentaron entre ellos nada sobre el del maquis. Ni siquiera cuando el Jefe Local, acompañado de un Guardia Civil, les visitó preguntando por Anselmo.
Una fría mañana de otoño el cuerpo inerte del Ovejero llegó a Benixell sobre la grupa de un mulo. Huellas de disparos se repartían por cara y pecho.
Desde ese día ningún agricultor volvió a dejar olvidada una botella de vino, una hogaza de pan o una ristra de chorizos.
Rafael Olivares