Un gozne mal untado de aceite, dejó oír de repente en aquella oscuridad, un crujido ronco y prolongado, que sacó de su leve sopor al Comendador.
Tras la agresión de días atrás por truhanes desconocidos, sin duda enviados por la envidia o el resentimiento, su estado de salud evolucionaba favorablemente. Esta razón y lo avanzado de la noche le impedían prever visita razonable alguna a esas horas.
Además, los otros habitantes de la casa, su sobrina Enmanuelle y el sirviente Bernard, habrían anticipado su llegada con un suave toque en la puerta o con un forzado golpe de tos para advertir de su presencia, como siempre hacían.
No se atrevió a abrir los ojos y a incorporarse para ver qué ocurría. Lo más prudente, ante esa intrusión extraña, sería fingir el sueño y evitar así una posible reacción violenta de quien se siente descubierto en flagrante delito.
Aguzó sus sentidos, en especial el oído, tratando de adivinar los movimientos e intenciones del intruso. Escuchó un chasquido seco y a continuación nada. Sin duda el extraño se movía con mucha cautela para evitar producir cualquier sonido que le delatase. Probablemente habría encontrado el pequeño arcón en el que guardaba objetos de cierto valor, no todos de procedencia confesable.
“Bang, bang, bang, bang”. Las campanadas del reloj de pared del salón, en la planta inferior, resonaron con un aparente mayor estruendo de lo habitual. A continuación el silencio más absoluto. El indeseado visitante habría quedado momentáneamente inmóvil por el impacto.
A los pocos minutos el Comendador percibió claramente un sonido que atribuyó a un movimiento de papeles. Quizás el interés del advenedizo radicaba en alguna de su correspondencia con prohombres de la Corte o de la Iglesia, que podría comprometer a terceras personas o a él mismo. Posiblemente la había localizado en los cajones del bargueño, donde confiadamente la guardaba sin cerradura ni impedimento alguno. Pensó en las terribles consecuencias de un uso malintencionado de aquellos escritos.
“Bang, bang, bang, bang, bang”. Cinco nuevos sonoros golpes subieron nítidos a la alcoba. Otra vez el silencio total. Luego, de nuevo, ruidos extraños que recordaban la presencia del foráneo. La idea de que el objeto del asalto podría ser su propia vida inquietó al Comendador. Se tranquilizó pensando que en tal caso ya habría procedido. No se justificaría tanta demora.
A pesar de la tensión, o quizás por ello mismo, llegó a adormilarse y a perder la noción del tiempo transcurrido hasta que, de nuevo, escuchó el crujido del gozne falto de engrase. Tal vez el extraño, conseguido su botín, se marchaba.
Se mantuvo aún en el lecho largo tiempo, temeroso de abrir los ojos, hasta que los sonidos externos a la casa -los trinos de los jilgueros, el canto de los gallos, el paso de los carruajes- camuflaron a los de dentro. Cautelosamente fue abriendo los ojos muy despacio, temiendo encontrar delante una figura al acecho. Cuando disipó esa amenaza se incorporó y recorrió con la mirada la estancia. Todo parecía en orden salvo unos papeles que la noche anterior tenía sobre el escritorio y ahora yacían esparcidos por el suelo. Miró a la puerta en el justo momento en que, por sí sola, viraba unos centímetros al son del chirrido de sus bisagras.
Salió a la antesala y descubrió las razones de su aciaga noche: un ventanuco abierto de par en par, una corriente de aire y una conciencia algo inquieta.
Rafael Olivares