Lo veo casi todos los días en alguna de mis frecuentes salidas por las calles más concurridas del pueblo. Su paso tambaleante, sus brazos colgando paralelos al cuerpo, su mirada ausente, aunque aún me reconoce (no sé de qué exactamente) y me saluda. Él, seguramente, no recuerda cuándo ni dónde nos habíamos conocido. ¡Hacía ya tanto tiempo y había cambiado tanto todo! En una de las viejas calles de la ciudad, muy cerca del barrio de Santa Cruz antes de que la Avenida de Alfonso el Sabio se prolongara en una ancha carretera por la ladera oeste del castillo, había un cochambroso bar nocturno donde la gente joven, muchos de ellos barbados, con melena desgreñada, ellas con atuendos informales, sin afeites, se juntaban a beber, fumar y hablar. Envueltos en la penumbra de una escasa luz macilenta y una abundante nube de humo de tabaco, fumado solo o mezclado con hachís, nos sentíamos protegidos del frío ambiente exterior, aún dominado por guindillas y chivatos. Algunas visitas a los aseos no eran para desaguar precisamente. O un amigo había dejado una raya de coca sobre la taza del inodoro o allí mismo se extendía sobre la loza una papelina y con el canto del carnet de identidad o de una tarjeta bancaria se cortaba la “nieve” en varias rayas para ir esnifándolas sucesivamente. Así pasaban las horas hablando, bebiendo, fumando, esnifando, echando el ojo o pegándose algún sobo, hasta que, ahítos de alcohol, humo y drogas nos retirábamos, muchas noches ya al amanecer.
Allí, durante años lo veía moverse tras la barra del bar, como el capitán de un barco ante el timón, sirviendo copas, observando, controlando, dirigiendo la nave. Allí su mirada, ahora perdida en el pasado, era aguda y penetrante. No necesitaba la palabra para controlar el local, para que nadie se extralimitara, para que el desorden tolerado, propio de este tipo de locales, no rebasara los límites de la prudencia. Tenía a su alcance todo lo que en aquella época era deseable y deseado por la gente que pasaba allí su tiempo de ocio.
Algo debió jugarle una mala pasada. No era el primer caso. Ya habíamos visto y oído hablar de gente que se había quedado colgada. Y no me estoy refiriendo a los que habían dado con sus huesos en la cárcel por atraco a mano armada bajo el síndrome de abstinencia. No, me refiero a quienes habían sufrido en su personalidad alguna transformación que los había dejado fuera de combate. Me estoy refiriendo a quienes, como éste que yo veo con frecuencia por la calle, han perdido la relación normalizada con la realidad, a quienes viven fuera de la realidad o de una manera no adaptada a esta realidad y se les ve vagar como almas en pena, como adormilados, como fuera de onda, como ajenos al mundo, ajenos a los quehaceres de la vida, viviendo como los pájaros, despreocupados del pan de cada día, confiados en la generosidad de la naturaleza y a la par temerosos de complots universales contra su independencia y autonomía.
Orfeo Negro era el local, sin duda barrido por el tiempo, donde trabajaba el chico del que hablo. En la misma vieja calle donde se ubicaba un coqueto restaurant con velitas en las mesas, la “Marmita”. De todo esto puede hacer ya 40 años. Aunque al chico lo veo ahora casi a diario, cuando vuelvo de llevar a mi nieta al cole o más bien pasadas las 11 de la mañana, siempre por las mismas calles, siempre con la mirada ausente, como buscando algo ya perdido para siempre.
José Luis Simón Cámara.
San Juan, 18 de mayo de 2013.
y pensar que por donde solemos trotar habitualmente antaño eran las instalaciones del Gallo Rojo, si es que, el parne acaba con to 🙁
El maestro no pierde el pulso. Ni la memoria ….
Josele, da gusto leerte, por un momento me has recordado a J.Cercas, ” al otro lado de la frontera”