Como dos o tres veces a la semana, esta mañana voy a la playa, pero no corriendo como habitualmente. En coche. Llego allí a las 8.30 y ya hay gente paseando o corriendo por el paseo y por la arena, aún fresca, junto al agua. Antes de calentar un poco siguiendo las huellas del tractor que ha peinado la arena me adentro unos metros en el agua y me mojo piernas, brazos y cara. Cuando salgo del agua, ya en la arena, se me enreda un sedal en un dedo del pie. Intento desprenderme de él frotando con la arena y entonces pienso en la remota posibilidad de que, como otras veces he comprobado, llevara algún anzuelo enganchado. Me he agachado y he desprendido el sedal que se había introducido hasta el fondo entre el anular y el corazón. Como aún había parte que estaba enterrado en la arena he estirado de él y, efectivamente, había colgando no uno sino tres anzuelos. Mientras me dirigía a un cubo de basura de los instalados en la playa para tirar anzuelos y sedal iba pensando en la ingenuidad de nuestra confianza cuando caminamos o corremos descalzos por la arena suponiendo que estamos a salvo de la irresponsabilidad de esos pescadores que dejan semejante regalo sin importarles, porque saberlo lo saben ¡tienen tanto tiempo para pensar!, que un confiado paseante se hinque el anzuelo en el pie, el culo o la teta. Aún así he corrido un rato por la arena mirando sin mucha simpatía a un grupo de chicos junto a sus plantadas cañas de pescar y mesa llena de botellas y restos de comida, con pinta de estar allí desde la madrugada y mirando con mala cara a los madrugadores paseantes que les incomodan caminando por debajo de sus sedales entre las cañas y el agua. Ellos están allí toda la noche y ahora vienen los veraneantes que tienen todo el día libre y tienen que aprovechar justamente estas horas para molestarnos. Acosados por su presencia, nos vemos obligados a marcharnos precipitadamente, y si se queda alguna caja de lombrices o algún trozo de hilo con anzuelo y alguien se lo clava, pues que le den, y si no que no vengan tan temprano o se pongan zapatillas. Además, que un limpio pinchazo de un material tan desinfectado solo fastidia porque desgarra al intentar extraerlo. No puede uno ni pescar tranquilamente. Eso por no hablar de los peces, cada vez menos y que ni pican, los pocos que son. ¡A dónde vamos a parar!
José Luis Simón Cámara
San Juan, 11 de Agosto de 2013.