Había salido siguiendo el vuelo de un pájaro no identificado pero de tamaño mayor que el de un gorrión, incluso que el de un mirlo y hasta que el de una urraca, bastante frecuentes ahora por esta zona próxima al mar. Atravesando huertas, unas cultivadas, otras abandonadas y con abundancia de hierbas silvestres, llegué hasta una hilera de árboles en el costón de una acequia sin agua. Allí vi que se había cobijado el pájaro. En la cruz de una morera así como a algo más de dos metros de altura. Veía asomar trozos de paja y barro. Me hizo pensar que se trataba del nido. Sin hacer ruido cogí una rama de las que había por el suelo, seguramente desde la poda anterior, y tanteé con ella sobre la cruz del árbol. De inmediato el aleteo de un pájaro volando, se trataba de un búho, ahora sí lo había visto de cerca. Segundos después lo siguió otro pájaro de vuelo más lento y corto. Lo seguí con la vista y aterrizó unos metros más adelante. Parecía de más envergadura. Cuando quise acercarme vi cómo con un movimiento de las alas ponía en el suelo a un polluelo que llevaba sobre sus espaldas. Y lo hostigaba picándole en la cola para que se alejara. Fue como empujándolo varios metros hasta que la cría emprendió el vuelo, seguida, supuse que por la madre. Se perdieron en la tarde, ya oscureciendo. Yo regresé junto al árbol y, encaramándome sigiloso, vi que aún quedaba algún polluelo. No lejos de los árboles había una vieja construcción, de las que abundan en la huerta, donde los agricultores suelen tener algunos animales, a veces, caballerías y utensilios de labranza, algún cerdo, gallinas, conejos y también alguna cabra. Como ya oscurecía y el vuelo del pájaro me había alejado bastante de casa pensé pasar la noche bajo aquel cobertizo, donde siempre suele haber paja para alimento y cama de los animales. No sería la primera vez que iba a dormir en esas condiciones. Ya lo había hecho en la infancia, con alguno de mis tíos, y mi padre me contaba que los chicos varones de su casa, que eran nueve, todos dormían en la cuadra. Y también recordaba aquel viaje por el camino de Santiago, en el paso de Cebreiro, donde hubimos de empujar la puerta de una palloza abandonada para pasar allí la noche, rodeados de paja, cartones y plásticos. No solo no me inquietaba sino que me ilusionaba volver otra vez a repetir esa experiencia de los hombres primitivos. Dormir junto a los animales, sin zapatillas ni sábanas ni almohadas. Me acomodé como pude apoyando la cabeza en un saco de pienso y, mirando las estrellas por el hueco de las tejas y las ramas, me dormí profundamente.
– ¡Qué hace Vd. aquí si se puede saber!
– ¡Eh! ¿Cómo? ¿Qué dice Vd.? Mire, perdone, se me hizo tarde por estos lugares y he pasado la noche aquí. Espero que no le moleste.
– ¡Hombre, con todas las cosas que están pasando!, ¿qué quiere Vd. que le diga?
– Mire, vine siguiendo a un pájaro, se me hizo muy tarde y pensé que no hacía ningún daño quedándome a dormir sobre la paja; además quería marcharme muy temprano antes de que pudiera venir nadie, pero he dormido tan plácidamente, que me ha sorprendido Vd.
Era un campesino bastante más joven que yo. Pasados unos minutos bajaron del coche una señora, también bastante joven y dos niños de entre 6 y 9 años.
– Ahí, en esa morera, vi el nido de los búhos, le dije.
– ¡Que nos lo enseñe, papá! Gritaron los niños al unísono.
El campesino, que no me quitaba ojo de encima, ya más condescendiente, me preguntó si quería enseñarles el nido a los niños. Yo cogí al más pequeño en brazos y lo subí hasta por encima de mi cabeza diciéndole que se asomara en silencio.
– ¡Hay varios pajaritos!
No pudo contener la emoción. A continuación levanté a su hermano. La mujer, silenciosa y sonriente, contemplaba la escena. Me marché con protestas de los niños y, con el paso de los años, nos hemos seguido viendo de tiempo en tiempo junto a la morera con el nido de los búhos.
José Luis Simón Cámara. San Juan, 23 de enero de 2014
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