Sábado, 5 de abril de 2014
A las nueve y pico en punto de la mañana despega el avión. Todo el sol que íbamos a ver lo hemos dejado en Alicante, en el aeropuerto, saliendo del mar y enrojeciendo las nubes. Ya desde el aire, el mar, el sol, las islas mediterráneas y la nieve de los Alpes.
Basilea (Suiza). Bajamos del avión. El aeropuerto está rodeado de una valla de nubes que no deja ver más allá. El asfalto está mojado. Un minibús nos traslada a través de Francia, atravesamos el Rhin y entramos en Alemania aunque nadie lo diría por la continuidad del paisaje. Seguimos el curso del valle, a un lado Los Vosgos y al otro La Selva Negra, a lo lejos y envuelta en bruma. A las afueras de Friburgo llegamos al recinto donde está instalada la feria del corredor y donde recogemos los dorsales. Hay puestos de ropa deportiva, alimentación, reconstituyentes, souvernirs, etc. El autobús nos lleva a la estación del tren y dejamos las maletas en consigna.
Caminamos hacia la parte vieja de la ciudad bajo una finísima lluvia y entramos al restaurante “Harmonie”, amplitud, calor y, sobre todo, lentitud. La exquisita y abundante cerveza hace más llevadera la espera. Después de comer bien damos un largo y reposado paseo, que comienza por unas galerías comerciales, el mercado cubierto, con variedad de presentes donde compramos pasteles, tomamos café y nos sorprendemos del colorido y animación. La ciudad vieja, prácticamente cerrada al tráfico de coches, con casas con la fecha de su construcción puesta en la fachada, “Anno Domini 1350”, viejas y sólidas construcciones, dinteles de granito, madera entrelazada en las paredes, ventana doble y alturas máximas de tres o cuatro plantas. Por las calles canales y canaletas con agua limpia donde los niños juegan con barquitos de papel que arrastra la corriente. Fachadas adornadas con glicinias de troncos gigantes, retorcidos como columnas salomónicas, que empiezan a abrir sus racimos de flores perfumadas de color azulado o malva. Tienda de arte y objetos de los indios americanos, mocasines, amuletos, collares, plumajes.. . En un jardín una higuera desenrollando las hojas nuevas. Palacio arzobispal monolítico. Catedral gótica también de piedra roja, altísima, como queriendo llegar al cielo, no sé si para acercarse más a Dios o para que el creyente se sintiera una sabandija ante tanta grandeza. Vidrieras gigantes para que penetre la escasa luz exterior. Algunas de las muchas plazas a lo largo del paseo se llenan con una sola e imponente haya. A media tarde regresamos a la estación, recogemos las maletas y nos montamos en el tren rumbo a Kenzingen. A uno y otro lado praderas verdes salpicadas de setos que compiten con las nubes.
Bajamos del tren en Kenzingen. Acompañados del graznido de los cuervos que se cobijan en lo alto de los robles y los castaños nos dirigimos al hotel escoltados por los plataneros, gigantes vegetales casi mancos, que enseñan los muñones de sus brazos. La distribución de habitaciones ya está hecha. Un rato de descanso y bajamos a cenar. Después un paseo por el pueblo. Susurro del agua, silencio, sólo roto por algunas carcajadas del grupo y regreso al hotel. Mañana hay que madrugar para correr en Friburgo.
Domingo, 6 de abril de 2014.
Esperamos junto al andén de Kenzingen con un concierto de cuervos que revolotean entre las ramas más altas de cipreses, sauces, abetos y magnolios. Son las 9 de la mañana, sin sol. Ya en Freiburg, esperamos impacientes la llegada del tren que nos lleva cerca del punto de partida de la carrera. En las afueras, un inmenso complejo deportivo junto a un aeródromo. Columnas humanas, como hormigas, van confluyendo desde todas direcciones hasta ser tragadas por enormes hangares donde vamos depositando las casi 13.000 bolsas amarillas, cada una con el número correspondiente al dorsal del corredor, y donde llevamos los enseres para después de la carrera. La salida es a las 11. Nos vamos acercando a la línea de partida distribuidos en cuatro grandes columnas como de 30 cada una y a una distancia de 500 metros del punto de salida. La hora se acerca, la gente comienza a impacientarse, hace palmas, se mueve, hace flexiones y finalmente se escucha el disparo de salida, pero nadie se mueve. Pasan 20 minutos hasta que nuestra columna comienza a moverse. Hemos comenzado. Luce el sol. Se han disipado todas las nubes. Hay 20 grados de temperatura.
(Aquí se puede incorporar la crónica de la carrera que ha hecho el colega Julián, semibarbado observador silencioso cuya silueta y rastro, unos más cerca que otros, todos seguimos).
Recuperamos fuerzas como pudimos, sobre todo con líquidos. La cerveza corría como la espuma. Algunos nos duchamos en aquellas naves con cuerpos exhaustos, huesudos y semidesnudos que, inevitablemente, me recordaban las duchas de gaseo de seres humanos en estas mismas tierras, hoy tan hermosas, y hace 80 años tan horribles. No me resisto a recordar este negro episodio de la historia de Europa porque tenerlo presente nos ayudará a evitar que pueda repetirse jamás, aunque Sarajevo, Ruanda y otras atrocidades, nos llevan a pensar que, como decía Hobbes, “Homo homini lupus”, el hombre es un lobo para el hombre. Algunos tomaron pasta, otros salchichas, otros dulces, mientras esperábamos que llegaran los que habían participado en la prueba más larga, los 42.195 metros del Maratón, que recuerdan la odisea de Filípides, el soldado griego que, desde aquella localidad costera donde libraron batalla contra los Persas, fue corriendo hasta Atenas, para anunciar la victoria que los libraría de su tiranía. Tuvo aliento para exclamar “Nike” (Victoria) y murió del esfuerzo sobrehumano. Reunidos todos iniciamos el largo y plácido camino de regreso para coger el tren. Pasamos por un hospital clínico en varios pabellones de medida humana situados alrededor de un amplio jardín con fuentes, plantas, árboles y bancos donde se podía ver sentados a paseantes y a pacientes con sus aparejos para llevar colgado el suero. Finalmente llegamos a la estación donde entretuvimos la espera brindando con dos botellas de cava, generosidad de Otmar. Ya en Kenzingen, nueva ducha, descanso y cena en otro restaurante que parecía antigua venta, con un gran portalón de entrada para los carruajes y un gran patio interior, con gruesas vigas de madera y balconada. Siempre cerveza, vino blanco y tinto, ensalada individual, espaguetis, albóndigas hechas de patata y abundante y tiernísima ternera. Hubo a mi lado quien se comió media vaca. Breve paseo de Juan Carlos, Pinki y yo mismo, al final sin Pinki asediado por el reflujo estomacal. Nos tomamos un gintonic para rebajar grasas y viajamos por Nueva York y el pasado.
Lunes, 7 de abril de 2014
A las 8 de la mañana iniciamos el esperado viaje a La Selva Negra. Nos adentramos en zonas cada vez más agrícolas, pequeños pueblos o caseríos con largas tiras de leña perfectamente amontonada para el invierno. Magnolios y cerezos en flor, campos cultivados: fresas, espárragos, viveros de plantas y flores multicolores, otras tierras en barbecho, preparadas o preparándolas para los cultivos de verano. Abetos que parecen dibujados de tanta perfección y equilibrio, sauces que no lloran junto al río, rodeados de hayas sobre cuyos muérdagos se posan los cuervos avistando el paisaje, chopos esbeltos con las hojas despertándose del largo invierno. A lo lejos, junto al lecho del río Glotter, subimos por su valle, un ciclista paseando con el perro por una senda entre el césped. Cada vez, las montañas que nos siguen a la izquierda de la carretera, van creciendo, se nos aproximan, la vegetación se nos echa encima. Troncos de chopos abrigados con la asfixiante hiedra. También por aquí, no solo en La Mancha, aunque menos, árboles metálicos con ramas que giran al viento. Hasta aquí el valle del Rhin. Casas como cabañas de cuento de hadas, cerros o laderas peinados de viñas orientadas al sur para aprovechar todos los rayos del sol. La Schwarzwald clinic, famosa clínica de la selva negra, objeto de una famosa serie de televisión, zona turística de senderismo, bicicletas de montaña, alpinismo, esquí, aparecen las primeras vacas en el prado y los primeros troncos de árbol, inmensos, apilados, tendidos junto a la carretera. Es la industria forestal. Subimos y abajo el sendero paralelo al riachuelo que, cada vez más saltarín pierde la horizontalidad y va adquiriendo la blancura de la espuma que piedras y troncos retienen. Ovejas cobijándose en la lana. Serrerías donde trabajan y distribuyen los troncos: madera para la construcción, para muebles, para calefacción. Pasamos por St. Peter, desde donde ya se ve la nieve de los picos más altos. 1493 metros el pico de Feldberg. Caballos percherones en el prado. St. Margen, donde se crían en los árboles los relojes de cuco. Granjas, granjas y más granjas, siempre separadas, y labriegos extendiendo el estiércol para fertilizar los prados. Nos vamos adentrando en La Selva Negra, años atrás bastante contaminada por la lluvia ácida. La supresión del aeropuerto militar de Bremgarten, foco de dicha lluvia, ha mejorado la calidad de la vegetación. Hayedos, robledales, castañares. Al contraste entre el clarísimo tono verde de los prados y el verde oscuro de los robledales parece obedecer el nombre de esta zona, Schwardwaldz,la Selva Negra. Cada vez es más objeto de visitas y ahora en algunas de las numerosas salas de las granjas han habilitado dependencias para el popular turismo rural. Murallas infranqueables de guardianes del bosque, los robles, unos, las piernas depiladas, otros, pobladas de ramas hasta el suelo, por el vientre, pecho y cabellera. Manadas de cuervos picoteando el grano de los sembrados. Llegamos al lago de Titisee, de alta montaña, al que se puede acceder en tren desde Friburgo. Algunos abetos, más rectos que la vertical ideal, han perdido la verticalidad tumbados por la tormenta y levantan un cerco de tierra con los pies y nos enseñan las raíces agarradas a la tierra arrancada. Llegamos al valle de los osos, antaño de verdad y ahora de peluche. Una dama con perro por el prado. Altglashütten, pueblo con cabañas de vidrio. Feldsee, el lago natural y glaciar. El más grande, el Schluchsee, embalse para producción de energía, parece el cadáver de un lago, rodeado de barcas aburridas. Después nos explican que cada diez años tienen que semivaciarlo para hacer reparaciones en la presa y ese es el motivo de su situación actual. Llegamos a la ROTHAUS, una fábrica de cerveza de 1791, a mil metros de altitud. Petra, morena teutona de ojos negros, nos ha conducido por las amplísimas instalaciones autogestionadas por los 230 trabajadores de la empresa que pertenece al municipio. Un video explicativo de la actividad en la fábrica precede a un meticuloso paseo por casi todas las instalaciones. Todos sabemos ya con más precisión que hacen cerveza de trigo o de cebada, siempre con lúpulo, del que tantas veces habíamos oído hablar pero al que muchos nunca habíamos podido ver y tocar. Le da el punto amargo a la cerveza. Al fin, ya estábamos un poco cansados de teoría, a la práctica. En una sala preparada al efecto, nuestra guía, Petra, se transformó en cantinera y tuvimos ocasión de probar todas las variedades. Aún quedaron vasos semillenos por las mesas. Hacemos una parada para ver la monumental cúpula de St. Blasien con pequeñas capillas dedicadas curiosamente a Santa Teresa de Jesús y San Ignacio de Loyola. Quizá se deba a su importancia en la contrarreforma religiosa del siglo XVI en esta zona de predominio protestante. La Selva Negra se va aclarando y vamos acercándonos lentamente al valle del Rhin. Troncos atravesados, por el suelo, ya muertos, entre los árboles vivos, con musgo sobre la corteza, quizá abandonados para fertilizar el bosque, vacas blancas en el prado dormitando, algunos caminantes por un sendero, ciclistas por la carretera, y tendidos de viñas siempre hacia el mediodía y otra vez los cerezos en flor como copos de nieve en la sábana verde de hayas, olmos y abetos, ardillas, cuervos y gallinas.
Hacia las 3.30 de la tarde paramos en Zuzingen a comer en el restaurante Krone. Es un mesón de la familia Rüdlin, que se remonta al año 1.235. Desde la larga mesa que hay bajo el alero del tejado vemos a las gallinas en el jardín y los hermosos árboles entre los que destaca uno, desconocido, al que calculamos por su envergadura unos 150 años. Podría ser un abeto o un ciprés. Se trata, nos dice el dueño, de una imponente secuoya, plantada por él cuando era niño, y solo tiene 42 años. Algunos acabamos la comida con grappa, una especie de orujo de Centroeuropa. En el camino de regreso vemos a patrullas de hombres y mujeres agachados en la recolección de las fresas. Hacemos otra parada para dar un paseo por uno de los primeros pueblos que peatonalizaron las calles, Staufen. Inicialmente los comerciantes se alarmaron pero la medida resultó más bien un polo de atracción. Como la mayoría de los pueblos, grandes y pequeños que hemos visitado, las calles, las casas, los canales, la ausencia de contenedores de basura, la abundante vegetación, las flores, el silencio nos invitan a instalarnos aquí al menos una temporada para disfrutar de estas ventajas que tanto echamos de menos en nuestra ruidosa y polvorienta tierra. En el paseo junto al río hemos visto una cabina como de teléfono, convertida en lugar de préstamo de libros. El ciudadano abre la puerta, coge uno de los libros disponibles y deja una aportación económica. Otra vez en el autobús, donde cada uno puede estirar las piernas y usar dos o tres asientos, por la ventanilla unas plantas cultivadas con flores amarillas que recuerdan al arbusto de la retama pero que son, nos dice el bien informado Diego, plantas herbáceas de colza, en las acequias que bordean la carretera, como nenúfares, manchas de lentejuelas de agua. Incapaces nuestras retinas de captar ya más estímulos visuales y ayudados por el cansancio, vamos cerrando los párpados y arrebujándonos en los asientos intentando dilucidar qué hay de realidad y qué de sueño en este hermoso viaje que llega a su fin. De nuevo en Denzingen, descansamos un rato y vamos a celebrar la última cena juntos. Carne, pescado, ensaladas, purés y postres. Todo regado con cerveza y vinos de la tierra. Algunos, pocos, grappa. Palabras de salutación, de agradecimiento general a los hospitalarios anfitriones, brindis de despedida y elogios a esta tierra en la que no hemos encontrado nada feo, nada disonante, nada que mejorar. Se diría que, desde nuestra óptica de visitantes, hemos conocido una región idílica, una Arcadia feliz donde los pastores se recuestan junto a las ovejas, al arrullo de aguas cristalinas y a la sombra de su vegetación exuberante.
Martes, 8 de abril de 2014.
Poco después de las 3 de la madrugada comienzan a sonar los despertadores. Ya están las maletas hechas. Últimas duchas (porque, como sabéis, solo en Francia y en España se usa el bidé), últimos afeites y a la calle, aún somnolientos. A las 4 en punto subimos al autobús y siguiendo el curso del Rhin, noche oscura, llegamos al aeropuerto de Basilea a las 5.05. Pasamos la aduana, más rigurosa que en el viaje de venida, y, cobijándonos de una fina y soportable lluvia, subimos al avión que comienza a deslizarse por la pista a las 6.10, hora prevista. A las 8.20 estamos de nuevo en Alicante.
Me he limitado a una descripción del paisaje físico que hemos disfrutado sin aventurarme en la descripción del paisaje humano que todos nosotros conformamos. Puedo asegurar que la variedad y riqueza humana no va a la zaga de la que aparece en la crónica, pero por tratarse de una empresa mucho más compleja, delicada, difícil y subjetiva, me vais a perdonar que no me meta en esa selva formada por la esbelta figura sin melena, no por eso “cabeza rapada”, verdadera ametralladora de chistes y gracejos, y su frágil dama de dientes diamantinos, o por el insaciable “George”, devorador de filetes y kilómetros, o la no muy ruidosa pareja del barbado de tres días y agudo relator de carreras, y el leonés del entrecejo oscuro, o la albina y teutónica pareja de inmejorables anfitriones o la menos teutónica por hispana gacela maratoniana, y su impenetrable y ceñudo alquilador de casas vistas al pasar, o el discreto enseñador de las virtudes del vino y del aceite con su amembrillada piedra preciosa, o la siempre sonriente con hoyuelos bajo párpados coloreados, o el silencioso y huidizo blanquirrubio, o el inefable ponedor de nombres adecuados, siempre lejos de su domadora, o el elegido a perpetuidad jefe indiscutible de la banda, o el de alocada cabellera amante de etimologías y de saber el nombre de los árboles. Perdonadme que no me aventure en esta selva. Quizá algún día, cuando me desvista con el traje de Tarzán, pueda haceros alguno a medida.
Con todo mi cariño, con toda mi alegría, sin brindis para que Andreas no simule incomodarse, levanto una vez más la copa y bebo por vosotros hasta la última gota.
José Luis Simón Cámara.
San Juan, 10 de abril de 2014
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