Frente al mar “que no para de moverse”, como dice mi nieto cuando jugamos con la espuma de las olas, sentado, mientras amaso rabioso la arena con las manos, igual que John Wayne hundía el cuchillo en “Centauros del desierto” después de descubrir el cadáver de una de las chicas secuestradas por los indios, miraba la lejana línea del horizonte y, entre ella y mis ojos algunos caminantes, pocos aún a esas horas de la mañana. La mayoría eran como siluetas difuminadas, cuyas silenciosos pasos en la arena apenas dejaban huellas borradas por el oleaje y que, aun dentro de mi ángulo de visión, pasaban casi desapercibidas. Sólo cuando la secuencia se alteraba o interrumpía llamaba mi atención. Podía ocurrir cuando en lugar de una o dos personas, lo más común, eran un grupo numeroso, o alguien dotado de poderes sobrenaturales caminando sobre las aguas, hasta darme cuenta de que se desplaza sobre una tabla de surf, o una mole humana a la que se le salen las carnes en pliegues por los huecos del bañador, o unas piernas azules de tanta acumulación de varices, u otras tan oscuras por la mala circulación que parecen necrosadas, o una escultural normanda de dorados cabellos, o un montón de músculos llenos de tatuajes como los antiguos navegantes, o, como hoy, una pareja de morenas, así llamaba El Lazarillo a Zaide para referirse al amigo de su madre. Negras, vamos, hablando en román paladino, que se han parado unos metros antes de llegar a mi altura. Se trataba seguramente de una madre y su hija. La madre, de mediana estatura y formas más bien redondeadas, llevaba el pelo corto, rizado. La chica, bastante más alta y delgada, de piel más clara, grandes facciones, gruesos labios, llevaba el pelo largo, al ritmo del viento y sus caderas. Apenas escuchaba lo que hablaban ni la lengua en la que lo hacían. La joven le ha dicho algo a su madre que ha escarbado en el bolso y ha sacado una cámara de fotos o un móvil y se lo ha entregado a la chica. Entre exclamaciones ha dirigido el móvil hacia la arena a sus pies y ha hecho varias fotos. Segundos después han continuado dejando un aroma a los cómics de Corto Maltés, con sus esbeltas amigas mulatas adornadas con un cimbreante sombrero de ala ancha. Cuando se han alejado unos metros, la curiosidad me ha levantado de la arena y me he acercado a ver qué era lo que había llamado la atención de la joven. No ha sido fácil descubrirlo entre las huellas humanas y de las aves, y algunas, pocas, algas. Pero allí estaba. Un minúsculo caballito de mar. Inmóvil. Confundible con un trozo de alga oscura, difícil de ver incluso buscándolo. Pero ella lo había visto, había alargado el paso para no pisarlo y había querido conservarlo en su recuerdo. Quizá fuera la única forma de supervivencia del caballito. Quizá pensara que podía estar vivo y aún tenía allí alguna posibilidad de sobrevivir.
San Juan, 9 de agosto de 2014
José Luis Simón Cámara
Da gusto leerte José Luis. Madrugar no es lo mío ( soy de biorritmo mas bien nocturno ) pero intentare acercarme algún día a la playa, muy pronto, al amanecer. Debe ser una chulada ver la playa a esas horas.