Casi todos los días, durante el verano, pero sobre todo antes de comenzar la gran afluencia de bañistas, es decir, en el mes de Mayo y a principios de Junio, también a finales de la temporada de verano, es decir, en Septiembre y Octubre, los veo pasear a primeras horas de la mañana por la arena mojada, junto al agua, indefectiblemente cogidos de la mano. Ella en bikini. Él en bañador y con camiseta. Una mano, la izquierda, cogida a la de ella pero no porque se encuentren casualmente a la misma altura y coincidan y se rocen y se entrelacen, no, sino fuertemente cogidas, con los brazos formando un ángulo de tensión. En la mano derecha, él, siempre una bolsa grande de plástico blanco, de las que te proporcionan en un supermercado sin el logo en la bolsa. Llena, supongo, de la ropa y del calzado con que han llegado hasta la playa. Yo los veo pasar, sentado sobre la arena y los reconozco. Él fue hace años profesor en la escuela donde mis hijos hicieron sus primeros estudios. Creo saber incluso que estuvo casado con una profesora del mismo centro. Se separaron y él se marchó. Pasó un tiempo sin verlo. Tras varios años volví a verlo un día en la playa, solo. Aún se mantenía bastante delgado, algo cargado de espaldas, como siempre. En alguna ocasión nos saludamos. Fue entonces cuando me dijo que se había marchado al Norte. Pasado un tiempo y, desde entonces, siempre lo he visto acompañado y cogido de la mano de la misma mujer. Ya entrada en años y en carnes. Él también ha añadido volumen a su silueta. No sé si me reconoce al pasar y verme sentado. Otras veces me ha visto cuando yo iba desde la arena hasta el agua, pero nunca ha hecho ademán de saludarme. La verdad es que no se han cruzado nuestras miradas. No sé si no me ha reconocido o si me ve como un elemento más del paisaje con el que está familiarizado o si rehúye, aunque no sé tampoco por qué, saludarme. Pasan por delante de mí, sentado a unos metros, y allá lejos, siempre en el mismo lugar, frente a la estructura de madera que sirve de vigía a los socorristas, sus manos se desenlazan y la mujer se adentra en el mar y se baña mientras él, con la bolsa blanca en la mano, o se apoya en un travesaño de la estructura vigía o da unos pasos, pocos, sin alejarse mucho de su inseparable compañera. Pasado un rato, no muy largo, la mujer sale del agua, sus manos vuelven a entrelazarse y sus pasos, siempre por la arena mojada junto al agua, la bolsa ahora en la mano izquierda, la derecha cogida a la de su amada, los brazos formando un ángulo, no relajado, no encontradas las manos al azar, regresan hacia el punto, no sé cuál, por el que habían aparecido.
San Juan, 21 de septiembre de 2014.
José Luis Simón Cámara.
Me ha encantado!
me too, no como nosotros que mas que inalterables, somos inconfundibles 🙂