Sí, después del largo verano también el mar, a veces sereno y callado, otras agitado, rugiente, se merece un descanso. Nosotros, los animales bípedos, nos acercamos a sus orillas, hollamos la arena, nos tumbamos al sol, y ya cuando nos calienta nos sumergimos en el agua y no se nos ocurre ¿por qué razón? pedirle permiso para adentrarnos en sus dominios. Los humanos nos creemos dueños de todo lo que no tiene propietario. El monte, el valle, el río, el mar. Pero la verdad es que, quizá sin darnos cuenta, agredimos continuamente a todas estas criaturas de la naturaleza. Cuando por descuido provocamos incendios, o abandonamos plásticos y basuras o vertemos inmundicias. Porque gaviotas, palomas, tórtolas, gorriones por la arena o por el agua y, por supuesto, los peces donde habitan, eso ya es otro cantar. Pero que en unos kilómetros de costa algunos humanos aumenten el ya abundante caudal líquido del mar ¿a quién puede importar? Eso pensamos nosotros. El mar todo lo absorbe, todo lo asimila, todo lo tritura. ¿Pensará él lo mismo? Esas aguas limpias, cristalinas, donde las algas, cabellera verde y ondulante, ven pasar a los peces viajeros por sus cavidades azules, ¿recibirán como una caricia o como una coz la aportación humana? Porque, claro, no se trata de un individuo aislado que ocasionalmente deja caer su contribución biológica como por descuido, no, se trata de la mayoría, por no decir la totalidad de los bípedos que de forma sistemática y además, como experimentando un placer especial, dejan fluir en el inmenso líquido moviente la parte del suyo que, invitado por la abundancia del entorno, busca mezclarse, diluirse, perderse en el inmenso mar. Además las hamacas que se sientan a lo largo de la arena, las sombrillas, hincadas como un capitel salomónico, las torres de madera de los vigilantes de la playa, las casetas de la cruz roja, los mástiles con las banderas, las papeleras que aunque, como el mar, azules, éste no las confunde, todo eso unido a los bañistas con gran variedad de orines, porque no sólo se trata de los de la zona que ya están por lógica más asimilados, después de todo las hortalizas, las leguminosas, las verduras de la zona ya no son tan ajenas a estos mares, pero también los de los alemanes, franceses, italianos, árabes, portugueses, suecos, finlandeses, ingleses, irlandeses, no sé si incluir a los catalanes o es aún un poco prematuro, letones, rusos y polacos, etcétera, quiero decir que todo esto acaba por ser muy fuerte incluso para el inmenso mar aunque solo se trate del Mediterráneo y no ya del Atlántico o del Pacífico. Lo que quiero decir en resumen es que se tiene un merecido descanso porque eso de que haya unos cuantos paseantes y unos pocos, poquísimos, bañistas, es como si una hormiga se paseara por el lomo de un elefante o un boquerón por el de una ballena. Y también para mí, que, como habréis podido suponer, soy, lo que podríamos llamar, bastante amigo del mar, no porque me diferencie en comportamiento del resto de los humanos, cuyos hábitos casi inevitablemente reproduzco, después de todo “homo sum et nihil humanum a me alienum puto”(1) sino porque a pesar de todo, y aun confesándolo, hablo con el mar y le cuento todas estas cuitas, y me escucha y sonríe con olas espumeantes y me acaricia, me acuna, me zarandea, a veces, con fuerza, casi diría que con furia si no fuera porque sé que es su manera de abrazarme.
José Luis Simón Cámara
San Juan, 6 de octubre de 20141
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1Hombre soy y nada humano me es ajeno. (Terencio. Roma. Siglo II a, C.)
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Pues sí. Todos merecemos un descanso. El mar también. Allí seguirá majestuoso cuando nosotros ya no estemos.