Sueños. 2.

Esta madrugada, contra mi hábito de dormir toda la noche hasta despertarme, normalmente hacia las 7 de la mañana, o bien espontáneamente o bien con el despertador, me he despertado hacia las 4 de la madrugada. Aunque sin necesidad he ido al aseo a orinar y beber un poco de agua y he vuelto a acostarme. Pronto he conciliado el sueño, pero ahora ya, soñando. Me encontraba charlando sentado en un balcón terraza y mientras conversaba me llamó la atención el balido de una oveja. Miré hacia abajo y vi que había, justo debajo del edificio en el que me encontraba, un recinto cercado donde se movían en todas direcciones cientos de ovejas. Entre ellas había varios pastores, y uno de ellos era “El Segundo”, apodo con el que era conocido un chico ya entrado en años, siempre había sido mayor que yo, obviedad innecesaria, al que yo conocía casi desde la infancia, cuando mis padres me llevaban a ver a mi tío Antoñín, entre El Siscar y La Aparecida, los pueblos de mi madre y de mi padre, respectivamente. Entre sus vecinos vivía “El Chalao”, también dedicado al pastoreo y con el que durante muchos años tuve una escasa pero estrecha relación. Personaje realmente sorprendente al que algún día dedicaré un retrato porque es alguien fuera de lo común. En aquella vereda, además del “Chalao”, había varios más dedicados al pastoreo, no muy lejos de mi tío Antoñín, así llamado con este diminutivo aunque tenía ya más de 70 años. “El tío Bicho”, “El Segundo” y poco más arriba “El Martínez”. Este último trabajaba en la tierra de mis padres en la sierra, en labores de riego, cava y poda. Desde el balcón saludé al “Segundo” con la mano y le dije que bajaba. Después de varias vueltas al cercado sin encontrar la puerta de entrada me encaramé sobre unos travesaños de madera y salté la valla cayendo al blando suelo lleno de estiércol que servía de colchón. Las ovejas se arremolinaron a mi alrededor y fui abriéndome paso entre ellas hasta llegar a la altura de uno de los pastores al que no conocía y que no me había visto saludar al Segundo. – ¿A quién buscas por aquí?- Estoy buscando al Segundo. – ¿Para qué lo buscas?- Voy a darle dos ostias. Se me quedó mirando huraño y en tensión hasta que vio acercarse a Segundo con los brazos abiertos y abalanzarse sobre mí que tuve que apoyarme en el lomo de un carnero para no caer al suelo. Segundo es más bien bajo pero recio y de vientre prominente. Invariablemente tocado con un discreto sombrero de fieltro siempre con la marca blanca del sudor o con una gorra de paño, la cara tersa, brillante, más bien sonrosada, quemada por el sol, todo el día pasturando por huertos y bancales con las ovejas, cabras y carneros allí donde lo autorizan porque ya han cogido la cosecha, para aprovechar lo que queda de la recolección de las alcachofas, o las patatas o las habichuelas o el maíz o la coliflor o las acelgas. La huerta siempre tiene recursos para los animales. Cuando no hay por el suelo, el pastor lleva su hacha al cinto para cortar ramas de morera u otras plantas cuyas hojas también devora el ganado, hambriento de largas caminatas en busca de alimento. A veces he visto a Segundo con un cabritillo en brazos y la chaqueta manchada de sangre de las parias de algún imprevisto parto ocurrido durante el paseo. Cuando, después de muchos años, vuelvo a encontrarme con Segundo o con El Chalao o con “El Martínez” es como si no pasara el tiempo, como si todo, incluso ellos, ya más mayores, porque las ovejas no envejecen, se renuevan, siguiera igual que hace muchos años. Aún me creo o, mejor, aún me siento un niño, charlando con aquellos que conocí, siempre mayores que yo, en la infancia. Y me envuelve una sensación de serenidad, de paz, de como si no pasara el tiempo y todo, cada cosa, cada animal, cada persona, siguieran en el mismo sitio donde habían estado siempre.

San Juan, 15 de octubre de 2014.
José Luis Simón Cámara.