Me encontraba en la amplia sala por donde pasaban indistintamente alumnos y profesores a recoger papeles, libros, bolsas o a comentar las últimas novedades literarias o pictóricas. En este caso la mayoría de comentarios se centraban en la muerte súbita de un profesor de dibujo y pintor a la vez. Aquel chico que hablaba de él con pasión se me acercó, habíamos cruzado algunas palabras anteriormente, y quedó impresionado cuando le dije que lo había tratado y había asistido a la inauguración de algunas de sus exposiciones. La conversación se alargó, por su insistencia, más de lo que yo deseaba y se hizo bastante tarde para llegar a tiempo de tomar el tren que debía sacarme de aquella vieja ciudad fundada por los cartagineses en el sureste de la península ibérica. Cartagena, donde los amigos y el servicio a la patria me llevaron muchos años antes. Allí vivían compañeros de estudios de la universidad de Murcia y allí, tras un breve período en Alicante, hice el servicio militar durante un largo año que me permitió conocerla bastante bien. No tenían muchos secretos para mí sus distintos y variados ambientes. Quizá por eso en aquella ocasión me parecía absurdo no conseguir llegar a la estación de ferrocarril que había utilizado en algunas ocasiones y por cuyas proximidades había pasado muchas más. Ya sé que las ciudades cambian con el paso del tiempo. No es la primera vez que había experimentado esa sensación. Ya me había ocurrido en París, donde me desorientó mucho el desmantelamiento de Les Halles, o en Ponferrada, donde sólo he sido capaz de recordar, con tantos días y tantas noches que viví por allí, el castillo templario junto al Sil. Además de que se me había hecho tarde para tomar el tren que, no sé por qué, suponía que salía a una hora determinada, no conseguía orientar mis pasos en la buena dirección. Nadie me daba una respuesta exacta de la ubicación de la Estación. Unos no lo sabían, otros creían que era en una dirección contraria a la que me indicaban algunos, había quienes decían que ya hacía tiempo que habían quitado el ferrocarril. El chico, amigo del pintor, que me acompañaba, sintiéndose responsable de mi ansiedad por haberme entretenido, me seguía unos pasos detrás y yo caminaba a toda prisa sin saber muy bien hacia dónde dirigir los míos. Enfebrecido por la prisa iba saltando por aceras, jardines, casas bajas a mi alcance que me subían a otras más altas hasta estar a punto de saltar desde la alta terraza de un edificio de varias plantas. En el último segundo paralicé el impulso que me hubiera estrellado contra el suelo desde varias alturas, donde su hubiera acabado definitivamente mi viaje. Me acordé de aquel salto fatal que Julio, un chico de Orihuela, había dado jugando por la azotea de un edificio de siete plantas, y muriendo reventado en el patio de luces. Seguí caminando sin atender a las contradictorias informaciones que me habían ido proporcionando los distintos viandantes o sedentes, había mucha gente sentada como sin nada que hacer, porque daba la sensación de que estuvieran esperando nada más que el paso del tiempo, unos repantigados en el respaldo del banco, otros con la cara arrugada por la presión de la mano que la apoyaba, otros con los ojos tapados por la gorra echada hacia adelante, todos ellos callados, cada uno en su mundo. Después de cruzar varias sendas a través de peñascos llegué al lugar donde yo recordaba la estación del tren. Allí, a través de pasillos a distintos niveles, encontré a unos chicos con ropa militar. – Sí, hace unos minutos que ha salido el tren con soldados y algunos, pocos, civiles, porque éste ya es prácticamente solo un tren militar. –¿Cuándo sale el próximo? pregunté. –Solo sale tres días a la semana. El siguiente será pasado mañana a la misma hora. Era evidente que ya no podía irme aquel día en tren. Desolado, regresé paseando ya sin prisa y solo, mi acompañante había desaparecido en alguno de los muchos y bruscos giros que di, pero pronto me dije que no valía la pena entristecerse por algo ajeno a mi voluntad y dirigí mis pasos hacia los lugares donde años atrás pasaba las horas de paseo con mis amigos, algunos jardines, plazas y bares de la ciudad, donde tomábamos cerveza, sardinas, hueva o mejillones. Antes del oscurecer el Costa Azul, ya dormitando, me llevó por la antigua carretera general hasta Alicante, donde por aquella época vivía.
José Luis Simón Cámara.
San Juan, 21 de octubre de 2014