Tiene más de 80 años y sigue subiéndose al tractor cada día durante varias horas. Él dice que se encuentra más cómodo en su cabina que en su propia casa por una razón bien sencilla. En el tractor tiene aire acondicionado que le hace más llevadero el caluroso verano y el desapacible invierno. La verdad es que pasa en él horas y horas trabajando aunque ese trabajo no tiene nada que ver con el que llevaba a cabo desde su infancia, antes incluso de que la mordedura de un perro y el posterior remojón un día de lluvia sobre la carreta le provocara la rabia que estuvo a punto de llevárselo al otro mundo. Mi madre lo cuidó durante días y cuando sus alucinaciones dieron paso a una brusca mejoría, una tarde, cuando ella se aproximaba a su cara para observar su respiración, Pepe se abalanzó sobre ella lanzando un ladrido como para morderle por su contagio. Todo era una broma. Ya estaba casi curado. Pepe me contaba durante un viaje a Barcelona al entierro de un pariente que en su relativamente corta vida, ya no tanto ahora, había conocido una evolución vertiginosa en las herramientas de labranza, desde el arado árabe con el que comenzó en su juventud y durante años a arar la tierra, pasando luego por la mula mecánica que ya con motor era guiada a pie por el agricultor, después vinieron los Masey Ferguson, una marca alemana y así hasta los últimos modelos de estos años en que no solo disfrutan de aire acondicionado sino también de rayo láser para emparejar la tierra y disponer un bancal o huerto al mismo nivel. Nos vemos de vez en cuando por el pueblo, cuando paso allí unos días, o en algún entierro de conocidos comunes, o porque he ido a visitarlo para ver cómo iba su recuperación de una operación de rodilla. Alguna vez he ido a verlo con mi nieto porque su casa es lo más parecido a la ilusión de muchos niños: camadas de perros recién paridos, gatos bajo las sillas, tractores de todos los tamaños y colores, herramientas apoyadas en la pared. Íbamos Inma y yo buscando mesa para comer en un bar del pueblo de al lado y él nos vio entrar y hablar con una camarera preguntándole dónde podíamos sentarnos. Su mesa estaba llena con su mujer, hijos casados y nietos. Sin dirigirse a nadie se acercó a una mesa supletoria de apoyo con cesta de pan y botellas y depositándolo todo en la mesa más cercana, la levantó para ponerla junto a la suya y hacernos un hueco con ellos. La señora que había sentada en la mesa a la que servía de apoyo la sujetó con sus manos y ambos forcejearon sin mediar palabra hasta que llegó la encargada del local.
– Este señor se quiere llevar nuestra mesa sin preguntarnos siquiera si la necesitamos.
– A vosotros no os hace falta y mis primos no tienen donde sentarse. Perdone mi brusquedad pero ¿le parece bien que me la lleve para ellos?
– Si lo dice usted de esa manera cambia mucho la cosa. Puede usted llevársela.
– Muchas gracias, señora.
La encargada del local solo abrió la boca para decirle a la señora que le traerían otra mesita supletoria. Nosotros asistíamos algo avergonzados y como ajenos a la escena. Mi primo acercó la mesa junto a la suya y nos hizo una señal con la mano para que fuéramos a sentarnos con ellos. Para evitar miradas incómodas dimos un pequeño rodeo hasta llegar junto a ellos. Besos, saludos y preguntas centradas sobre todo en el viaje y peripecias de su hijo mayor a Nigeria, uno de los focos del ébola que ha estremecido a medio mundo.
José Luis Simón Cámara
San Juan, 4 de noviembre de 2014
Disfruto leyendo estos relatos. Gracias Josele.
Hermoso relato. Ya queda menos para que comience el invierno…
Haces de lo cotidiano obra literaria. Muy bueno.
Bonito relato José Luis.