“Yo sé que ver y oír a un triste enfada
Cuando se viene y va de la alegría” (M. H.)
No era propiamente un bar, tampoco un restaurant ni un chiringuito, era una casa de comidas; creo recordar que ni siquiera disponía de barra o si la había se usaba mientras se esperaba algún hueco en las mesas para sentarse a comer. En la calle de Maisonnave, frente al antiguo “Galerías Preciados”, ahora “Corte Inglés”, se encontraba, ya desaparecido, “La Parra”. Allí iban estudiantes, oficinistas, obreros, gentes de la provincia venidas de compras o a gestiones administrativas. Era una casa de comidas popular en un lugar privilegiado. Dos o tres menús con ensalada, pan y bebida a un precio asequible. Su plato estrella era sin duda la sopa de ajos y huevo con pan. Aquel día andaba buscando una mesa donde sentarme. Fue entonces cuando me di de cara con una amiga que entró no sé por qué razón y me dijo que habían estado comiendo varios amigos comunes en el bar Enrique, lugar de cita tan frecuente que ni siquiera necesitábamos decir dónde quedábamos para encontrarnos. En el mismo espacio del paseo de Gadea hay ahora una farmacia. Allí, lo contaré con más detalles en otra ocasión, habíamos tenido pocos días antes una larga charla con Alfonso Sastre, el dramaturgo, que había venido invitado por la obra cultural de la antigua CAM, antes de que los corruptos la vampirizaran. Si no fuera porque estaban en calles transversales podría decir que ambos locales se encontraban a un tiro de piedra. En el Enrique, sobre todo, había un trasiego permanente de gente que desfilaba especialmente a la hora del desayuno y del almuerzo y conversaba con el dueño siempre interesado en lecturas relacionadas con la historia. Que los que se dicen amigos no hubieran dado un paso por buscarme para comer juntos, visto desde ahora es ridículo, me entristeció bastante. Con la amabilidad de que era capaz en aquella situación le dije a mi amiga que se sentara conmigo pero ella, consciente de mi estado de ánimo, rehusó, no recuerdo con qué pretexto, quedarse y se despidió dejándome solo, que era como realmente quería estar, que era como me encontraba. Hay ocasiones en que no sienta mal que alguien, sobre todo amigo, te pase la mano por encima, te consuele; pero en otras preferimos la soledad, el silencio, la ausencia de conocidos, el anonimato. Como cuando te molesta que al entrar a un bar te pongan sin pedirla la bebida que suponen quieres. Sí, algunos pueden pensar que es muestra de familiaridad, pero también es verdad que interfiere o determina o quita independencia porque quizá en esa ocasión tú quieres tomar algo distinto, simplemente porque te duele la barriga y quieres té en lugar de café o vino en lugar de cerveza. Pues eso tan antiguo. Buey solo bien se lame. Y a los amigos que les den. Se harta uno también a veces de ellos. A ver si me explico. Habrá quizá pocos que aprecien, necesiten, valoren y hasta idolatren la amistad tanto como yo, pero también hay que comprender la necesidad de ausencia de presencias que experimentamos. Lo de Sartre, vamos. El infierno son los otros. Creo que es ese su sentido más exacto. La presencia permanente de alguien por muy querido que sea puede convertirse en un infierno. Y cuando uno se encuentra así lo mejor es estar solo, deambular por la calle, aturdido por el ruido del tráfico o reconfortado por el canto de los pájaros en un solitario jardín. Sumirse, diluirse en el paisaje, como un elemento más del mismo.
José Luis Simón Cámara.
San Juan, 24 de octubre de 2014