Nada extraordinario que caigan las hojas en otoño. La propia naturaleza es lo necesariamente sabia para ir despejando el espacio que tras el letargo invernal necesitarán las nuevas hojas que retoñan primero como una yema que va poco a poco desperezándose hasta desarrollar esos nervios entrelazados por una tenue lámina verde, violeta, fosforescente. Todo esto mucho antes de que Don Ramón Gómez de la Serna dijera que “El otoño es el autobús de las hojas”. La poda es ya una cuestión de la civilización porque los árboles solos no se podan. A veces, al caer uno sobre otro porque ya se ha hecho muy viejo o porque está enfermo o porque se ha cargado de nieve, se rozan y quiebran con un chasquido algunas de sus ramas. Esto ocurre en los bosques. Los expertos no se ponen totalmente de acuerdo sobre la época mejor para podar los árboles causándoles el menor daño. Todos coinciden en que el mejor momento es cuando el árbol está en hibernación, en zonas muy frías, no es el caso de estas tierras donde podríamos decir que vivimos una primavera permanente, no en vano otro escritor llamó a esta tierra “La casa de la primavera”. Digamos que el mejor momento es cuando está más dormido el árbol y varía de año en año. Hogaño creo que ya está empezando el tiempo de la poda porque se ha adentrado un frío hasta ahora ausente. Y yo me he puesto hoy a la faena. Desde el suelo he quitado ramas secas al laurel, que al herirlo te regala su inconfundible aroma. He arrancado algunas de sus hojas-espada al drago que va creciendo aunque aún le falta mucho para hacerse milenario como el de Icod de los Vinos en Tenerife. He mirado desde mi altura la pequeña, delicada, coloreada y efímera flor del azafrán, que por primera vez he plantado en mi jardín. Después me he subido a la escalera para cortar las ramas de la morera que da sombra y alimenta a los gusanos de seda cuando mis nietos se encaprichan y los guardan en cajas de zapatos agujereadas. Y finalmente he comenzado, también desde la escalera, a podar una enredadera, que como el rosal, junto a hojas persistentes y flores moradas o rojas desarrolla unas desnudas pinchas que suelen vengarse de la tala aunque lleves puestos los guantes: la buganvilia o buganvilla. Nombre tomado al conde de Bougainville, navegante francés que la trajo a Europa desde América en el siglo XVIII. Mientras la podaba y la troceaba para disponerla en haces me ha hecho alguna caricia en forma de pinchazo leve, nada sorprendente. Lo que sí me ha sorprendido ha sido un golpe seco que he recibido en la espalda, mientras estaba agachado presionando el haz. ¿Qué ha podido ser? He mirado a mi alrededor y he visto una piña rodando. Había sido la piña que ha caído desde unos diez metros del alto pino que sin duda se siente protector de la humilde buganvilla allá abajo, inmisericordemente talada por un humano. Ha sido la venganza del pino. He recordado la vieja historia de Humbaba, el dios protector de los bosques, en el poema épico más antiguo conocido. Atacado y vencido por los gigantes Gilgamesh y Enkidu, en su búsqueda de aventuras, provocó el dolor de los árboles que guardaba, y en una de las primeras y más bellas figuras literarias de la historia, dice el poema que “los bosques se lamentaron y los cedros gimieron” porque “Enkidu había dado muerte al guardián del Bosque”. Un último aguijonazo de una espina ha acabado por hincarse en mi dedo meñique que se ha hinchado rivalizando con el pulgar. No, no estoy exagerando. Inevitablemente, acaba ocurriéndome algo parecido todos los años, cualquiera que sea la fecha elegida y las precauciones que tome para la poda.
San Juan, 7 de diciembre de 2014.
José Luis Simón Cámara.