Cuando los primeros rayos del sol comienzan a dorar los picos de la montaña, me encamino hacia La Mina por sendas y veredas rodeadas de huertos de naranjos, limoneros, o de tierras en blanco con cultivos de alcachofas, repollo, perejil,… Poco después La Rambla, semicírculo de hormigón casi siempre vacío menos cuando una tromba de agua le hincha las narices y el cauce se desborda y arrasa lo que encuentra a su paso. Cruzando la rambla me vienen recuerdos de la infancia, cuando sus márgenes eran una mota de tierra por la que mi admirada y desafortunada prima Lupe saltaba en bicicleta, algo impropio para aquella época en una chica, provocando la admiración y el escándalo a la vez. A los 18 años un inmisericorde cáncer de hueso, un sarcoma, la postró en la cama donde fue poco a poco perdiendo sensibilidad que comenzó por los pies y fue subiendo lentamente por las piernas, recuerdo que mi madre, con la aguja con la que cosía sentada en la cama mientras le hacía compañía, le pinchaba en la pierna por su insistencia y ella, decepcionada, le decía: “no siento el pinchazo, tía, no siento dolor”. Un día perdió la voz y finalmente le paró el corazón. Siempre que paso por la que fue su casa recuerdo su triste historia. Poco después comienza a empinarse el camino, siempre rodeado de limoneros salteados de olivos y almendros. En aquel hueco lleno de escombros y hierbas había una balsa ya cegada que sirvió para el riego. En aquella pieza que llegaba hasta la sierra, donde mi madre había heredado unas motas o bancales escalonados nos deslomábamos quitando piedras que abundaban más que la tierra. Era un trabajo como los de Sísifo, jamás se acababa. Quitábamos unas piedras pero aparecían otras. Luego se descubrió que todo aquel trabajo era inútil porque precisamente las piedras servían y sirven de drenaje natural que evita el encharcamiento y el exceso de humedad. Aun así, después del esfuerzo y el sudor, cuando a media mañana llegaba la hora del almuerzo, devorábamos con fruición el bocata y la litrona recién traída del bar más próximo, compensando con creces aquellos trabajos interminables. Todo esto me acompaña cuando subo a la Mina que se encuentra ya bastante avanzada la falda de la montaña, casi en la cintura. Debajo de grandes montones de tierra, arena y piedras, había, ya desaparecidas, balsas escalonadas, como crisoles, de distintos tamaños para ir filtrando los minerales. Por encima, la boca de la mina, que siempre era misteriosa para nosotros, peligrosa, oscura, cobijo de murciélagos que, sobresaltados, revoloteaban cuando algún intruso osaba adentrarse por las sombrías galerías. Ahora aún quedan pozos o respiraderos, algunos protegidos con endebles vallas metálicas apenas sostenidas por postes de madera medio podridos, otros sin protección alguna y de una profundidad que hace perderse en la lejanía el golpeteo de las piedras por sus paredes. Justo en el cruce de la vereda ascendente con otra que la cruza horizontalmente se encuentra ahora un panel explicativo: “Yacimiento Cabezo de la Mina. De esta mina se extrajo cobre y oro nativo desde la antigüedad (Cultura Argárica, Antigua Roma). Después de ser abandonada se volvió a explotar en el siglo XVI y en la segunda mitad del siglo XX, cuando cesó su actividad definitivamente. En el yacimiento se han encontrado abundantes fragmentos de cerámica argárica, molinos de mano, industria lítica y restos óseos procedentes de enterramientos. De la época romana destaca la cerámica Sigillata Clara y un fondo de plato de cerámica común.”
Como si la mina fuera ajena a este discurso, sentado sobre la tierra acumulada y de espaldas a su boca contemplo la ancha vega del río Segura, jalonada de pequeñas concentraciones de casas, los pueblos de la Vega, y de otras muchas diseminadas en un hábitat típico de esta tierra.
José Luis Simón Cámara.
San Juan, 15 de Febrero de 2015.