Íbamos paseando a buen ritmo pero sin rumbo fijo cuando vimos a alguien que pedía ayuda en el suelo con convulsiones y espumarajos en la boca. Sabíamos por pasadas experiencias que intentar ayudar a alguien podía implicar problemas, como en aquella ocasión en París. Justo en el centro mismo de la ciudad, en Chatêlet, vi a una anciana tumbada en la acera sobre la rejilla del metro. La gente pasaba sin prestarle atención, únicamente una joven y yo nos acercamos intentando prestarle ayuda. Yo la llamaba: “Madame, madame”, pero ella no reaccionaba. Entonces la toqué con la mano a la vez que le decía: Vous êtes bien, Madame? (“¿Está usted bien, señora?”). Ella giró la cabeza ligeramente y farfulló: “Qu´est-ce que se passe?” (“¿Qué pasa”)y volvió a su posición anterior. Mientras la gente cambiaba de dirección para no tropezar con nosotros, la chica, que era canadiense, y yo no sabíamos qué hacer. Miré a nuestro alrededor y vi a lo lejos a un policía. Le hicimos señales con los brazos y él se acercó hasta nosotros. Al llegar junto a nosotros yo le mostré a la anciana diciéndole que estaba como inconsciente y ésta, incorporándose y dirigiéndose al policía, comenzó a gritar: “Il m´a volé, il m´a volé” (“Me ha robado, me ha robado”). Ante mi estupefacción el policía dijo: “Ne vous inquietez pas, c´est une clochard”. (“No se preocupe, es una vagabunda”). La joven canadiense y yo nos marchamos perplejos sin comprender lo que pasaba. Esto ocurrió en París hace bastantes años, ahora nos encontrábamos en Alicante paseando por la calle y alguien tirado en el suelo y agitándose pedía auxilio. Como la experiencia no sirve de mucho, incluso la propia, nos dirigimos hacia la persona que pedía ayuda. Ya junto a él le escuchamos decir: “Por favor, llamen al número correspondiente a MATEMÁTICAS para que venga la policía. Supusimos que las letras corresponderían a los números en el teclado. Mientras estábamos intentando llamar él se incorporó y trató de arrebatarnos el teléfono. Sus convulsiones y espumarajos habían desaparecido y su fuerza física era superior a la nuestra. Intentamos reducirlo pero no lo conseguíamos. Como su agresividad iba en aumento y trataba de arrancar por la fuerza lo que no conseguía con amenazas, las carteras, el reloj, cualquier cosa de valor que lleváramos, como los anillos y pendientes de mi amiga, yo ya abandoné la moderación y eché mano de una pala metálica que había junto a la acera y la blandí contra él. Con sorprendente habilidad esquivaba los repetidos golpes que intentaba propinarle, al principio para librarnos de él, después ya para reducirlo a guiñapo en el suelo, como se encontraba al principio de la escena. Mis intentos eran inútiles. No conseguía tocarle un pelo. Mientras forcejeábamos con él nos reprochábamos la ingenuidad de haber caído en la trampa que nos tendió el sujeto del que no acabábamos de desembarazarnos. Como habíamos ido desplazándonos durante la pelea hacia una zona más habitada, ya con viandantes y además parecía reflejarse en los edificios el parpadeo de un coche de la policía, el agresor fue aflojando la carrera y desapareció por la oscuridad de un callejón que habíamos dejado metros atrás. Aún con la respiración entrecortada nos sentamos en un banco de la acera y no dábamos crédito a lo que acababa de ocurrirnos. Poco después nos separamos y cada uno se marchó con la secreta idea de contar a sus amigos nuestra historia.
José Luis Simón Cámara.
San Juan, 3 de enero de 2015