Los helechos estaban erguidos como espadas lobuladas. Las macetas erizadas de helechos formaban como una guardia de honor a ambos lados del pasillo central por donde me crucé con él. No me bastó con mirarlo una y otra vez. Lo cogí por el brazo y lo giré hasta ver su cara junto a la mía y comprobar que era él. Me parecía poco menos que imposible porque hacía no muchos días lo había visto demacrado, inseguro, tambaleante. Ahora era todo lo contrario. Saludable, fuerte, seguro, casi arrogante, diría, de la soltura con que se movía, desafiando las leyes de la física. Una camiseta de tirantes destacaba sus bíceps y su pecho, coronados por un cuello que ya quisiera para sí un morlaco. ¿Qué iba yo a pensar o decir ante la evidencia de su presencia? ¿De qué servía hablar de unos tristes días pasados? La única realidad ahora es que estaba en plena forma. ¿Habría sido una pesadilla toda aquella historia de su decaimiento? ¿Cómo era posible que su fortaleza, su entereza, su apasionamiento de siempre, hubieran sido reemplazados por aquel desmoronamiento generalizado que le impedía pensar, hablar, moverse, comer como él había hecho siempre, con apetito devorador, disfrutando de cualquier manjar? Como años atrás, no disponía nunca del tiempo como para perderlo. Había que aprovecharlo al máximo y eso se traducía en una especie de urgencia para hacerlo todo sin perder un minuto. No importaba la ocupación. Podía ser el trabajo o la diversión, cualquiera que fuera sin pérdida de tiempo. Y pensar que yo ya daba todo aquello por perdido, como perteneciente a otra época ya pasada y sin posibilidades de volver a repetirse. Pues era evidente que no. Y además como con un impulso nuevo, con fuerzas parecía que desaparecidas tiempo atrás. En cambio, diría que en los últimos tiempos las cosas habían cambiado. Sus llamadas habían casi desaparecido, sus visitas ya hacía tiempo que no se producían. Aún iba de vez en cuando solo o con amigos a visitarlo y pasar la mañana juntos. Aún nos sorprendía su capacidad para hacernos una minuciosa y rigurosa radiografía de la situación política del momento conversando en torno a la mesa de un bar y con un lenguaje de lo más común alejado de la jerga académica o de los profesionales de la política. Aún despertaba en nosotros la admiración propia de ver a un setentón con casi ochenta con su vitalidad, su ánimo, sus ganas de vivir y de comerse el mundo,… Pero todo aquello se había quebrado. De todo aquello solo quedaba una piltrafa que apenas podía dar dos pasos seguidos apoyado en un estúpido andador. O bien ser empujado en la silla de ruedas que él hubiera deseado poder manejar para impulsarse con fuerza al vacío y abandonar esta, para él, ya insoportable vida, como sugirió alguna vez a su hermana.
Pero entonces ¿cuál es la imagen real, la del toro bravo corriendo por la dehesa o la del inútil andrajo humano que se arrastra apoyado en esas muletas cuadrúpedas? Dos percepciones diferentes, contrarias, contradictorias, irreconciliables. Si hubiera posibilidad de elegir, la elección es bien clara. Pero hay una pequeña dificultad. Desde hace ya algunos meses su cuerpo ha sido pasto de las llamas y anda volatilizado por aquella tierra donde tanto sufrió y disfrutó. Es evidente que todo era un sueño. Y solo un sueño. Manolo estaba muerto. Afortunadamente los sueños son capaces de volvernos atrás en el tiempo y de adelantársele si el deseo es fuerte. Y en este caso el deseo era muy fuerte.
San Juan, 28 de diciembre de 2014
José Luis Simón Cámara.
Los sueños a veces te traen a las personas queridas que ya no están.
Muy buen relato.