Desde la primera vez que lo vi pensé que sería la última. Y no tendría más de treinta años. Su delgadez extrema, su altura desproporcionada, su color macilento, todo ello apoyado en una muleta que se diría robusta comparada con el cuerpo que soportaba, y unos ojos hundidos en las cuevas de sus cuencas le proporcionaban un aspecto tan endeble que nadie podría vaticinarle mucho tiempo de vida, al menos independiente. Y a pesar de todo, lo veo de tiempo en tiempo, siempre en equilibrio inestable, apoyado en su muleta. Aparece por una acera y se aleja sigilosamente, casi sin ser notado, por el liviano apoyo de sus pies en el suelo, incluida su muleta. No sé si por caminar tan levemente, por los tres apoyos, por su escaso peso o por sus largas piernas, su caminar es más rápido de lo que haría suponer su aparente debilidad física. Verlo así, por la calle, me recordaba al licenciado Vidriera, tan frágil, tan quebradizo. ¿Qué pensaría él de toda esa gente con la que se va encontrando por la calle, desde niños a mayores, los primeros autónomos, ágiles, saltando por encima de los bancos o haciendo cabriolas con los patinetes, los adultos, unos con bolsas de deporte, mostrando bíceps de regreso del gimnasio, otros haciendo series de velocidad, algunas parejas paseando cogidos de la mano, incluso chicos cogidos de la mano entre sí, ¡qué más da!, ¡quién pudiera!, algunos ancianos sentados en los bancos de la plaza, pero, bueno, ya se pueden dar por contentos a su edad, aquella otra pareja que discute, ¿qué importa una discusión si luego viene la calma? Y si no, pues adiós muy buenas. Poder caminar a distintos ritmos, despacio, tranquilo, o rápido, incluso correr sin que nadie te pare ni te dé el “alto”, pararse a mirar escaparates o los pájaros, o a los niños en los parques tirándose arena por la cara mientras ríen sin otra preocupación que estirar el momento de juego indefinidamente, inconscientes como son de horarios y de tiempos. Sensaciones de envidia, por un lado, ¡quién pudiera encontrarse en el pellejo de cualquiera de los muchos tipos que se encuentra por la calle, independientemente de la edad, del sexo, de la apariencia, de la complexión! Por otra parte escalofríos, si no de miedo, sí de recelo o desasosiego ante la posibilidad de que por cualquier esquina aparezca un niño a la carrera siguiendo un balón y tropiece con él, dando con sus huesos en el suelo. O quizá esté yo bastante equivocado, atribuyéndole todas estas reflexiones o sensaciones y él se encuentre a mucha distancia de todo este montaje, y su vida esté llena de alegría y motivaciones porque su situación anterior era mucho más penosa y, contra todo pronóstico y a pesar de las peores conjeturas, que apenas le daban unos meses de vida llena de tribulaciones y dependencias, ha conseguido superarlas y va rehaciéndose aunque sea lentamente, mejorando cada día sus expectativas. Quizá a eso se deba ese brillo que se aprecia en sus ojos, menos esquivos que tiempo atrás, cuando rehuía la mirada de cualquiera que se encontrara por la calle. Todo es siempre bastante relativo. Y de estar postrado en el lecho a poder moverse solo por la calle aunque sea apoyado en una muleta va tanta diferencia como para sentirse no ya minusválido sino un privilegiado que puede caminar y caminar y caminar, sin necesidad de recurrir a la ayuda de nadie, que puede, después de tanto tiempo dependiendo de los otros, valerse por fin solo. Quizá yo había visto sólo el final del proceso y no conocía el principio de la historia. Quizá lo que yo creía el episodio final de una triste vida no era más que el comienzo esperanzador de una aventura excitante.
San Juan, 7 de mayo de 2015.
José Luis Simón Cámara.
Muy buen relato.