El tonto del pueblo
Casi siempre que lo veo va haciendo palmas con las manos. De manera escandalosa, como para llamar la atención. Para que se le oiga o más bien para que se le vea. Camina solo y rápido, buscando descaradamente con la mirada la aprobación de los que pasan a su lado. O quizá trata de desviar la atención de su cojera que lo hace tambalearse sin perder nunca el equilibrio. El palmeteo metálico de otros tiempos se ha ido amortiguando a medida que aquellas manos huesudas han ido dando paso a otras más carnosas y rechonchas, como todo su cuerpo, que si antes parecía ir sobrevolando el suelo, ahora lo pisa casi hundiéndose de la envergadura que ha adquirido. Los ojos como si mirara a todas partes sin fijarlos en ninguna. No habla con nadie. Nunca lo he visto quieto en ninguna parte. Siempre de paso, caminando, como si se le acabara el tiempo, como si llegara tarde. No sé a dónde porque cuál podría ser su ocupación. La verdad es que todo son suposiciones. No sé cómo me arriesgo a suponer, imaginar, fantasear cuáles pueden ser las actividades de alguien al que sólo veo pasar de tiempo en tiempo y del que desconozco el nombre, la procedencia, la familia, el trabajo, es decir, de alguien del que desconozco todo y únicamente lo he visto pasar por la calle como cuando veo a alguien en el asiento de un vagón del tren en un viaje de esos a cualquier parte. Alguien al que sé que seguramente no volveré a ver nunca más. Como si se tratara de personas que aún no existían antes de encontrármelas por primera vez o que ya han muerto para mí, porque seguramente ya no volveré a verlas nunca más en la vida. A veces ni siquiera necesito verlo para saber que sigue vivo. Lo oigo a lo lejos, desde mi casa o desde la terraza de un bar y sé que es él. Su forma de palmear es inconfundible. Por tiempos. Intensa. Compulsiva. Descansa unos segundos y vuelve a la carga. Otra vez. Al mismo ritmo que quizá lleva ya grabado en su cerebro. Un ritmo del que no puede librarse y que posiblemente acompasa con el movimiento general de su cuerpo, que le sirve de contrapeso para no perder el equilibrio en esos bamboleos de sus pies cojitrancos con las zapatillas desgastadas por la parte exterior de la planta. ¿Qué pasará por su cabeza? Ese sí que es ya otro mundo. Se puede fantasear o especular o imaginar sobre el aspecto exterior, sobre el comportamiento visible, sobre las dimensiones, los movimientos, los gestos, pero sobre lo que se mueve dentro del cerebro de una persona… Tarea poco menos que imposible, al menos ímproba, en cualquier caso susceptible de todos los errores de cálculo imaginables. Porque si ni siquiera somos capaces de escrutar los movimientos conscientes y menos aún subconscientes de nuestro propio cerebro, ¿cómo podemos pretender aproximarnos y mucho menos adentrarnos en los laberintos del ajeno? Ni dios, y cuando digo dios me refiero a nadie, no a ese ser creado por el hombre a su imagen y semejanza, puede descubrir las ocultas motivaciones de ese órgano que tiene la capacidad de hacernos pasar de la alegría a la tristeza, de la euforia al decaimiento, del máximo abatimiento al mayor alborozo, del más negro pesimismo al más exacerbado entusiasmo. Por todas estas y otras razones, pido desde ya disculpas por el inadecuado y prejuicioso título del presente retrato, aunque lo mantengo como muestra de la incongruencia del llamado lenguaje popular, que no siempre acierta en su análisis de la realidad circundante, muchas veces hijo de la voluble, maliciosa y caprichosa condición humana.
San Juan, 19 de mayo de 2015. José Luis Simón Cámara.
en todos hay uno,… o mas 😉
Muy buenas letras.