El antiguo alcalde.
Anda por la calle sin mirar el asfalto que se sabe de memoria, solo va mirando las caras de la gente por ver a quién saluda, es su profesión, es su oficio, podríamos decir que el de “saludador”. En sus buenos tiempos, cuando estaba al frente de los destinos del municipio, además de saludar o ser saludado se comprometía a solucionar todos los problemas habidos y por haber. Es más, si no hubiera problemas los crearía para demostrar que podía solucionarlos. Para que se lo agradecieran. Era lo que le interesaba. No por el bienestar de los ciudadanos, de la gente, que en el fondo le interesaría bastante poco, no, sino por ir siempre con la cabeza muy alta restregándole al personal que nada se le escapa de la mano, que todo lo tiene bajo control, que es un inmenso error pensar siquiera en la posibilidad de votar para alcalde a otro que no sea él. Él no quiere nada a cambio, solo el reconocimiento, solo que se le vaya agradeciendo con la mirada cuando te lo cruzas por la calle, solo que lo votes, que tampoco es tanto, cada varios años, a cambio de tener asegurada la solución a todos los problemas imaginables, que no es poco. Parece que los trajes, incluso de la época pasada en que estaba más grueso, ya ni le vienen, de lo ancho que va, de lo lustroso que se encuentra, de lo que se regodea en su diario paseo por todas partes, sobre todo por la arteria principal del pueblo, por la Rambla. Todos necesitamos sentirnos de alguna manera queridos o admirados o halagados o al menos respetados, bueno, aunque hay algunos como Jean Genet, por ejemplo, que cuando en un bar le servían lo que solía consumir sin pedirlo, dejaba de ir a ese sitio porque ya se sentía mediatizado, reconocido, y él prefería pasar siempre inadvertido, es cierto que al propio Sartre le resultaba difícil aproximarse a Genet, a pesar de haber influido junto con Picasso y Cocteau ante el presidente de la república para evitar su condena a cadena perpetua y de haber escrito sobre él su monumental “Saint Genet, comédien et martyr”. Pero quizá los enanos mentales, no me refiero desde luego a los biológicos, son los que más necesitan alimentar su ego, son los que más buscan el incensario del halago, los que no pueden vivir sin el permanente reconocimiento de sus méritos, reales o imaginarios, más bien esto segundo porque, como sabéis, el propio Nerón que no conseguía medir con gracia dáctilos y espondeos se consideraba uno de los mejores poetas del imperio y hay quien dice que provocó el incendio de Roma para que su musa, ante el pavoroso espectáculo de la ciudad en llamas, le inspirara aquellos versos tan aburridos que el público, ante la prohibición de salir del teatro mientras él los recitaba, simulaba perder el conocimiento para ser sacado en camilla o incluso saltaba los muros del teatro. Desde luego no era mi intención establecer la más mínima comparación entre estos dos gigantes, monstruosos o no, de la historia y el aldeano saludador objeto de este retrato, que se contenta con mucho menos que ellos y más bien al contrario que el primero, no solo desea sino ansía ser reconocido, saludado, reverenciado y observar de reojo cómo, a su paso, se habla de él aunque sea mal en los corrillos, muestra de que a nadie resulta indiferente. En cuanto al parangón con el segundo, no llegaría su osadía a quemar la ciudad, pero quizá los incendios antiguos equivalgan a esas aperturas de tripas que, ofrecidas al mejor postor, vemos por las calles y plazas de la ciudad, en obras permanentes, sobre todo cuando se acercan, como acabamos de comprobar, los períodos electorales.
San Juan, 1 de junio de 2015. José Luis Simón Cámara.