Sueños.16.

Encantado de encontrarme nuevamente en el pueblo donde pasé los primeros años de infancia semiconsciente, iba resituando a las personas y sus familias por las calles y casas por donde caminaba. Muchas casas estaban abandonadas, otras reconstruidas, otras nuevas, pero la estructura de las calles, incluso algunos rincones, seguían siendo los mismos. Aquí estaba la panadería, allí la casa del barbero, siempre tan bien peinado y con sus largas patillas recortadas, más allá el antiguo y misterioso cementerio, justo detrás de la iglesia y pegado a la escalera por la que se subía a las escuelas parroquiales. Ensimismado en los recuerdos y tratando de poner nombre a las muchas caras que recordaba, vi pasar a mi lado a parte de una familia, cuya cabeza hablando al uso de la época, muy aficionado a los coches, por entonces poco comunes aún en las pequeñas poblaciones como La Aparecida, había muerto en un accidente junto a Antón el molinero en la curva del Rincón de Bonanza, regresando de Orihuela. Seguramente el exceso de velocidad les hizo salirse de la carretera y ambos murieron. Aún recuerdo vagamente el misterioso lugar donde se encontraba el molino con varias alturas y sus estancias blanquecinas llenas de sacos, algunos agujereados, por donde el trigo iba formando pequeños montoncitos, y las historias que se contaban sobre la práctica de sisar en los molinos, como luego tendría ocasión de comprobar en algunas lecturas como la famosísima del Lazarillo de Tormes donde se cuenta que sus padres, para poder alimentarlo, se veían obligados a aligerar el peso de los sacos. Murieron, digo, el molinero y el Serranico, padre de la familia que pasaba a mi lado. Las dos hijas mayores, alumnas de mi madre en las escuelas parroquiales, estudiaron Magisterio y una de ellas se casó con alguien del otro lado de la montaña, de Pinoso, donde se fue a vivir. La otra se quedó por la zona, en las proximidades de Orihuela. Había además dos chicos que se dedicaron a negocios de coches y una pequeña a la que encontré este verano en un bar junto al mar en la playa de Lo Ferrís, uno de los pocos enclaves que aún conserva el aire de tiempos anteriores a la locura urbanizadora que ha levantado cemento a lo largo de estas costas.

Iban las hermanas, los chicos no aparecían, protegiendo una alpargata que se desplazaba por el suelo entre ellas. Cuando me paré a saludarlas, las tres se agacharon para recoger del suelo la alpargata y dirigiéndose a ella le dijeron: —¿Sabes quién es este chico, mamá?—Pues claro que sé quién es. El hijo de doña Rosita y don Antonio. Tanto la voz como la cara provenían de la alpargata que habían levantado desde el suelo.Las besé a todas, también a la alpargata en cuyo frontal o empeine aparecía la cara de la madre, perfectamente reconocible. Si te abstraías del resto parecía una cara normal, aunque pequeña, con unos ojos expresivos y la boca de la que salían sonidos como de cualquier otra. Eso sí, necesitaba del apoyo de una mano para mantenerse a la altura del interlocutor y no caer al suelo, lugar que parecía ocupar habitualmente con total normalidad, como el resto de calzado que se desplaza a ras de tierra. La mayor sorpresa para mí fue no sentirme sorprendido por aquella circunstancia tan sorprendente. Iba interiorizando como absolutamente normal algo tan insólito como que una persona pudiera ejercer de tal, reducida a alpargata. Porque claro, también es poco frecuente que nieve por estas tierras y recuerdo que siendo yo un niño de 5 ó 6 años, hubo una gran nevada no ya solo en las montañas que protegen el pueblo por su espalda sino en la calle, por los tejados de las casas y por la carretera, hasta los olivos agachaban sus ramas por el peso de la nieve. Aquella nevada que debi ócaer hacia el año 1953 no volvió a repetirse hasta el mes de Enero de 2006, coincidiendo con el lanzamiento de las cenizas de mi amigo Alfredo en la sierra de Orihuela, bajo los restos del castillo y junto al seminario, balcón desde el que se domina la ciudad y la vega del Segura hasta el mar. Pero por muy rara que sea la nieve por esta tierra no vas a comparar su excepcionalidad con la de una alpargata hecha persona o una persona convertida en alpargata.

San Juan, 4 de Octubre de 2015
José Luis Simón Cámara