Los gemelos del psiquiátrico.
Como si fuera uno la sombra del otro, van trastabillando pasos por la calle, tambaleándose o balanceándose como si fueran marinos que caminan por la cubierta de un barco en permanente vaivén, traído y llevado por las olas. Difícil si no imposible distinguirlos incluso juntos, porque ni siquiera los actos individuales, como por ejemplo fumarse un cigarrillo, son inconcebibles si no lo hacen los dos simultáneamente. Uno delante del otro van moviéndose por las aceras del pueblo a esas horas en que les dejan salir de su residencia. Las mismas gafas, la misma ropa, los mismos zapatos, la misma envergadura, la misma cara, los mismos gestos, van como enredándose con los que se encuentran por la calle, entreteniéndose con quienes les dan palique, sin perderse de vista nunca uno al otro y sin prestar mucha atención al interlocutor, como si estuvieran solo pendientes uno del otro, y entre ellos se interpusieran los contactos con los viandantes, necesarios para sus fines, como conseguir unas monedas o un cigarrillo, también les gustan los puros, pero con los ojos siempre puestos en el otro, en su referente, en el hermano, en la copia casi exacta hasta el punto de que yo no sé si cada uno es o se siente o se reconoce en el otro. Todo el contorno del psiquiátrico, que va desde Santa Faz a San Juan (todo son santos por estas tierras), los conoce. Tiene de peculiar esta pareja que, aunque vayan juntos, te aborden juntos y te pidan juntos, no despiertan ningún recelo ni temor, ni siquiera rechazo o antipatía. Su inocuidad es tal que más bien despiertan simpatía o compasión o incluso ternura. Su presencia provoca más bien el esbozo de una sonrisa, y en ocasiones, lamentas no llevar algunas monedas sueltas para regalárselas, consciente de que en ningún caso van a gastarlas en drogas o alcohol, como ocurre muchas veces cuando, a sabiendas del uso que van a hacer de inmediato, les dejas caer una moneda a algunos que, por su nerviosismo, excitación, ansiedad, sabes que van a meterse un chute. No, no es su caso. A lo sumo algún cigarrillo suelto o algún vaso de limonada, ni siquiera coca-cola, que no les conviene por ser algo excitante. Y claro, no vamos aquí a remontarnos a la valoración que para nuestros antepasados griegos tenía la locura, vamos, lo contrario a la cordura, como toque o chispa de los dioses que hacen incomprensible a los humanos juiciosos los ininteligibles rumbos o designios de los llamados locos o enfermos mentales o enajenados o lunáticos, como luego en la cultura cristiana el fenómeno de la posesión tanto del maligno, recordemos los casos de posesión diabólica narrados por Marcos en su evangelio. Preguntado por Cristo el nombre del poseso, éste responde: “Mi nombre es legión”. Expulsados por Jesucristo se lanzaron sobre una piara de cerdos que, enloquecidos, se despeñaron por un acantilado y se ahogaron en el lago. Pero también está el éxtasis o posesión de la divinidad, como atestigua la experiencia de Teresa de Jesús, en la escultura de Bernini, con los rasgos y gestos propios de la relajación que sigue al acto sexual. El poseso, del diablo o de dios, no sigue las reglas de la razón, sus parámetros se alejan del comportamiento aceptado como normal, hacer contorsiones, o echar espumarajos por la boca o poner los ojos en blanco o arrojarse al suelo y tirarse de los pelos y la ropa, todo eso propio de los posesos no es muy común que digamos. Nada más lejos de todo esto que los dos gemelos de que hablo. En el peor de los casos tocados por el dedo divino, no del diablo, desde luego. Nunca he visto que nadie quisiera reírse o burlarse de ellos. A lo sumo amagos de compasión y simpatía. ¡Qué menos con seres tan poco acariciados por la fortuna!
San Juan, Mayo de 2015.
José Luis Simón Cámara