Érase un hombre a una bolsa de plástico en la mano pegado.
No sé si arrastra los pies caminando por falta de energía o si lo hace como aquellos escuderos de la Edad Media, que, ufanos de pertenecer a la baja aristocracia pero en la pura miseria, sacando pecho, en la barba unas migajas de pan para mostrar que se andaba sobrado y la cabeza erguida, no los levantaban para que nadie viera sus zapatos sin suelas. Lleva chaqueta incluso ahora, en Mayo, que ya comienza el calor. Las primeras veces que lo vi me llamó la atención su caminar acompasado arrastrando los pies y con una bolsa de plástico, casi rozando el suelo de tan grande, en la mano. Arqueando ligeramente el brazo, como si en el oeste fuera a desenfundar, aunque nada más lejos, creo, de su intención ir cargado de cartucheras. El arqueo de su brazo hace contrapeso a la bolsa que lleva en el otro, llena de objetos inútiles que va recogiendo por las papeleras y que él cree útiles aunque no sabe para qué. Ya lo he visto más de una vez incorporándose para abuzarse en las papeleras en busca de algo aprovechable. No es que las papeleras estén muy altas, pero él es bastante bajo, con la camisa fuera de los pantalones, colgándole debajo de la chaqueta grande que lleva puesta. Lo de asomarse a las papeleras me obligó a desechar la posibilidad de asemejarlo a los escuderos, porque nada más lejos de ellos que aparecer como mendigos, aunque estuvieran muertos de hambre.
¿Quién podría sorprender una sonrisa en el rostro del hombre de la bolsa? Si, satisfechas las necesidades vitales, como el hambre y el sueño, es aún difícil sonreír en solitario, cómo diablos puedes suponerla ni por descuido en el suyo, ni siquiera como ejercicio para evitar el anquilosamiento propio de los músculos que no cambian de posición. Sí, parece que la sonrisa y la risa prolongan la vida. Pero ¿para qué quiere él alargar la agonía en que se convierte cada día que vuelve a despertarse y se ve obligado a echarse a la calle, como un ser arrojado al mundo, a este infierno que somos todos los otros, testigos inmisericordes de su pobre y triste destino? Muchas veces denunciamos la crueldad ejercida contra los animales en el coso taurino o al despeñar a la cabra desde el campanario o cuando echamos a la sartén a esos pececillos que aún pueden escaparse por los huecos de las redes, y yo no digo que esto no sea cruel, pero creo que esta crueldad palidece comparada con la que en silencio y día a día ejercemos por omisión hacia esos seres que, clamoroso grito silencioso, vemos pasar a nuestro lado, consumiéndose y sin despertar la compasión a la que tiene derecho cualquier humano en esa triste situación.
Hoy, después de varios meses, lo he vuelto a ver caminando cada vez más lento y ¡quién lo diría! parecía llevar un móvil en la mano. Como nuestros caminos iban confluyendo lo he observado al acercarme y he comprobado que se trataba de un pequeño y viejo transistor. Él, barba irregular, mal afeitada, pelo a jirones, a la vez que se asomaba a la papelera que había en su camino y tosía con carraspera, no podía creerlo, iba tarareando la música que sonaba en el viejo transistor.
San Juan, 29 de Mayo-12 de Octubre de 2015.
José Luis Simón Cámara