El coleccionista.
No importa de qué se trate. Casi todo cabe. La sola excepción es la unicidad. Nunca puede tratarse de un ser único o inalcanzable, como puede ser el sol, la divinidad, el Everest o pocas cosas más. Todo lo demás es posible objeto de su voracidad recopilatoria. Yo lo he visto acarrear con la pesada cornamenta de un buey, por poner el ejemplo más exagerado del que he sido testigo. Estoy hablando de varios kilos de peso porque no solo eran los cuernos sino también los huesos soporte de la cara y la nariz, el esqueleto de la cabeza, vamos. Y cuando camina por la playa las conchas más pequeñas, diminutas, arrastradas por las olas una y otra vez, que se pierden en el cuenco de la mano. Entre la cornamenta de buey y la minúscula concha imaginaos la infinidad de objetos susceptibles de ser agrupados. Latas de cerveza de todos los tamaños y marcas, nacionales y extranjeras, clasificables además por grados alcohólicos, tamaño, color, países, continentes. Solo para eso hace falta ya bastante espacio, estanterías ajustadas al tamaño para aprovechamiento del espacio, algo así como las abejas cuando organizan la colmena. ¿Qué decir de las monedas de las más variadas épocas y países? ¿Y de los sellos? Desde hace años acostumbra a ir al mercado semanal que se instala en las arcadas frente al ayuntamiento de Alicante, donde hace intercambio de monedas y sellos de las más lejanas y extrañas procedencias. Seguro que me dejo en el tintero, objeto que, también, por cierto, colecciona, otras piezas que irán apareciendo, pero quizá una de sus más prolongadas y obsesivas búsquedas sea la de los últimos números, dificilísimos ya, del sorteo diario de la ONCE, que tiene la friolera de 100.000 números. Hace ya un tiempo que, después de regalarnos a todos sus amigos del camino de Santiago, con el que lo hemos andado varias veces en distintos años, las series correspondientes al camino, ha llegado a reunir noventa y nueve mil novecientos noventa y seis. Solo le quedan, y esto parece de lo más difícil, cuatro o cinco números que no consigue encontrar, a pesar de que posee una llave maestra con la que, autorizado por sus dueños, puede abrir las taquillas donde los compradores de boletos suelen arrojar los no premiados. Él abre el receptáculo y caen todos los números, algunos rotos, otros arrugados, los menos lisos, en la gran bolsa de plástico que lleva en una mano, la otra ocupada con la correa del perro que indefectiblemente lo acompaña. A veces sé de su presencia en un bar porque veo desde lejos el perro sentado junto a la puerta esperando a su amo fiel. Recogido el trofeo le entran las prisas por recogerse en casa a rebuscar entre los números alguno de los que ansía. A partir del último vaciado de boletos de la lotería, es inútil invitarlo a tomar una caña o hilvanar una conversación en la calle. Su ritmo va in crescendo y nada consigue entretenerlo, como al que va derecho a un objetivo y no quiere perder ni un minuto de tiempo. Enfebrecido y renqueante, porque últimamente una dolencia se ha unido a otras más antiguas, apoyando de manera intermitente una u otra mano en el costado, se encamina hacia su casa donde, al llegar, aboca el saco del tesoro y comienza a escarbar. Si consigue algún boleto nuevo, empresa cada vez más difícil, su alegría se contagia a las estanterías donde reposan planchados y prensados los miles de números ya conseguidos. De lo contrario, como suele ocurrir, sin caer en el desaliento, va dirigiendo la vista a los otros objetos perfectamente ordenados y organizados y, complacido por el esfuerzo de largos años, dormita apoyada la cabeza sobre la mesa-taller de su despacho.
José Luis Simón Cámara.
San Juan, 3 de diciembre de 2015.