Durante mucho tiempo algunos hechos históricos han sido mis puntos de referencia en el pasado lejano, como 1789, 1917 o más recientemente 1977, 1989 o la llegada de un presidente negro al país más racista y poderoso del siglo pasado. En los últimos años el punto de referencia está siendo sustituido por la desaparición de mis amigos que se está produciendo a un ritmo alarmante, porque no sé si la vida seguirá ofreciendo los mismos alicientes cuando el corazón y la cabeza empiecen a quedarse huérfanos de amigos y de amores.
Hoy, miércoles, esperaba sentado en la clínica Vistahermosa para vacunarme contra la gripe y la neumonía que, inopinadamente, me atrapó a principios de 2012, pocos días después de la muerte de mi amigo Santi, y que me dio el zarpazo justamente el día que junto a otros amigos estuvimos haciéndole un pequeño homenaje en la peña del Barça de Orihuela, donde él se reunía en los últimos tiempos a jugar al dominó.
Y mientras esperaba que mi número apareciera en la pantalla, observaba el ambiente a mi alrededor. En una fila de sillas delante de mí había tres mujeres sentadas, dos jóvenes que hablaban sin cesar, una de ellas con sombrero y pelo recogido sobre la nuca. Frente a ellas, también sentado en otra silla, un señor mayor con sombrero, hablaba con las dos chicas y les contaba que su suegra, la madre de su mujer que también estaba allí sentada de espaldas a mi junto a las otras dos jóvenes, había sido muy buena cocinera. Su marido tras un accidente del que no fue culpable, mientras trabajaba como chófer del gobernador, antes, cuando en Alicante había gobernador (era como si explicara esta circunstancia a chicas jóvenes que desconocían la existencia de esta figura política de otros tiempos), consiguió, gracias a su influencia, que lo colocaran de conserje. Como a la familia del gobernador le gustaba mucho la paella y la mujer del conserje era muy buena cocinera, estuvo allí trabajando más de 15 años. Mientras contaba todo esto a las dos jóvenes, escuché a su mujer, también sentada junto a las dos jóvenes:
—¿Cuándo nos vamos?
—Pero ¿dónde quieres que vayamos?. dijo él. —¿Estás aquí mal, sentada y descansando? Si salimos por ahí te cansas y además ¿qué vamos a hacer?
La mujer ya no volvió a decir nada. La joven sentada entre las dos, junto a ella, le dijo entonces:
—¿Quieres un caramelo, mamá? ¿Y un chicle?
Yo no escuché la respuesta si es que la hubo. Al decirle esto y mientras le acariciaba la cara se levantó. Estaba embarazada, como la otra chica sentada a su lado que acababa también de levantarse. Ambas esperaban, aún en ayunas, que les hicieran una extracción de sangre. La chica del sombrero, como si se dirigiera a una niña, le decía a su madre:
—Ahora, cuando me saquen sangre te invito a desayunar, mamá. Por la mañana tengo un hambre que me lo comería todo. No sé si será por el embarazo.
El señor mayor seguía dirigiéndose a la otra chica:
—Tengo otro hijo 10 años mayor que mi hija pero ya están varios años casados y parece que no pueden tener hijos.
La señora, siempre sentada, sin moverse, estática.
Mi número no aparecía en la pantalla y llegué a la conclusión de que llamaban primero a quienes estaban en ayunas para la extracción de sangre. Bastante lógico, por una vez. Durante la espera sentí la tentación de levantarme y, paseando por el pasillo, mirar la cara de aquella señora que sin moverse ni levantarse, sólo de vez en cuando respondía con monosílabos. Vencí la tentación de levantarme para verla de frente, pero no hubiera hecho falta porque momentos después, dirigién-dose a su hija, le dijo:
—¿Y el papá?.
Su marido había entrado al aseo, justo allí enfrente. Ella giró la cabeza hacia la puerta y fue entonces cuando vi su mirada perdida, ausente, su gesto inexpresivo, sus movimientos automáticos. Mi curiosidad por ver su rostro era puro deseo de confirmar lo que hacía ya un rato había dado por supuesto. Aquella mujer, que de espaldas me recordaba tanto a mi madre en sus últimos meses, estaba aquejada de uno de los males de este tiempo, uno de los males que vacía la cabeza de razones para vivir, llámese Alzheimer, demencia cognitiva, derrame cerebral o como quiera que se llame, pero su denominador común es que la persona tocada por esa desconexión neuronal se desorienta y pierde la conciencia de la realidad, como si flotara cual pluma traída y llevada por vientos contrapuestos en los espacios siderales.
San Juan, 23 de diciembre de 2015.
José Luis Simón Cámara.
Dios quiera que no me venga una enfermedad neurodegenerativa.