El domingo, 21 de febrero, veo un correo de Jesús que nos comunica la muerte de su madre. Inmediatamente le envío un wasapp preguntándole hora, día y lugar del entierro. Me responde que el lunes a las 13 horas en Puente Genil. A renglón seguido pongo un correo a Pepe Gil, con el que ya acudí hace 9 años también a Puente Genil al entierro del padre. Poco después me llama diciéndome que está disponible. Va a contactar con Rafa Olivares por si se viene. Un compromiso previo le impide acompañarnos, como hubiera deseado. A las 6.45 del lunes pasa Pepe por casa y vamos directos a Librilla, pequeña población murciana en la ruta a Andalucía, donde recogeremos a Saula, hija de Jesús, que pasa a dejar sus perros en casa de sus suegros. Poco después seguimos el viaje pasando por Puerto Lumbreras, las sierras de María, esta vez sin nieve, los Vélez, y cerca ya de Granada paramos en una venta a desayunar. Acertamos en la elección porque todo lo que había era apetecible, desde el fuego de leña al fondo de la entrada a la izquierda, a las botellas de aceite, envases de miel, jamones con chorreras, quesos manchegos en aceite. Por suerte pedimos media tostada cada uno porque era una rebanada de la parte central de la hogaza que se salía del plato. Aceite, quesos, tomate y un café con leche, con miel a disposición. Aunque parecía excesivo el desayuno, dimos buena cuenta de él. Fuimos conversando en el viaje desde las mafias rusas de Torrevieja, donde trabaja Saula, hasta la traición del Duque de Alba a sus amigos los condes de Egmond y Horm, que de luchar junto a ellos en la batalla de San Quintin en defensa de Felipe II, fueron apresados, juzgados y ajusticiados en Bruselas el año 1568. Llegamos a la calle de la Amargura, junto a la Iglesia, casi a la vez que el féretro funerario desde Madrid, donde vivía últimamente Charo, en casa de su hija Carmina. Algún grupo de parientes y amigos, ya más bien de los hijos. Ambiente distendido. Cuando una persona muere de muerte natural a los 96 años es tan natural la situación que está desprovista de toda tragedia, si acaso la pena propia de perder a un ser querido que, por otra parte, ya había perdido casi los vínculos cerebrales que la unían afectivamente a sus hijos y nietos. Por eso Jesús, su hijo, se permitía bromear cuando le decía a algún viejo conocido o pariente: “Hemos traído a Charo en el coche porque ya no podía subir las escaleras”. La verdad es que la antigua casa de Charo está en un extremo de la plaza de la Iglesia, en la parte más baja y con una cuesta endiablada, que sin duda ella subiría como una ardilla va de rama en rama, porque esa es la imagen que me ha quedado de ella por lo poco que la conocí y, sobre todo, por lo que sus vecinos y parientes decían. Persona pequeña, ágil y activa. Acabada la ceremonia religiosa y ya en la puerta de la iglesia se me ocurrió decir a los amigos de infancia de Jesús si allí se podía tomar algún vino fino.-¡Hombre, dijo uno más bien entrado en carnes, de cara rojiza y con la cabellera rizada, aquí mejor que en ningún lado pero la costumbre es que paga el forastero! Había además otros dos chicos, hermanos, uno que sigue viviendo en el pueblo, con el cigarrillo siempre en la mano o en el labio algo descolgado, acompañado de su mujer, profesora de biología y el otro que vive en Jerez y a cuenta de cuyos finos tuvieron polémica cachonda. De allí nos marchamos a la bodega Ricardo y tuvimos ocasión de probar vinos finos en rama, que son jóvenes algo afrutados y después otros más fuertes llamados “segunda bota” o “tertulia”. Sacaron tapas variadas, desde pelotitas en salsa hasta unas finísimas y riquísimas lonchas de tocino veteado. Todo especial, pero inevitablemente y siguiendo la tradición hubieron de pagar los forasteros. Los parientes más próximos de Jesús, sus primos Charo y Cesáreo, se empeñaron en que los acompañáramos a comer a su huerta, allí mismo, a los pies del pueblo y muy cerca del río. Aquello parecía otro mundo, desde la ausencia de asfalto, eran veredas de tierra como toda la vida, a la distribución de las casas, el olor a animales de labranza, las ropas de los hijos de Cesáreo y Charo, con olor a huerta, a tractor, las manos encallecidas, y una actitud acogedora en todos ellos. Parecían más anchos que altos de acoger a sus primos y a los amigos de sus primos que habían venido de tan lejos al entierro de su tía Charo a la que parecían adorar. Nos hicieron entrar en un pequeño salón junto a la cocina. Allí una mesa rebosante de platos con jamón, morcilla, cabeza de jabalí, salchicha seca, longaniza, queso, aceitunas, platos con trocitos de pan y torta de chicharrones, patatas, cerveza, vino, ensalada de lechuga, ensalada murciana, aquello parecían las bodas de Camacho. Y eso eran los aperitivos, después vendría el gazpacho, los callos, el arroz, los dulces, ¡yo qué sé cuántas cosas nos sacaron! Aún quedaba el queso tierno con dulce de membrillo que, claro, no podía faltar en esta tierra. Sentados al fondo, como patriarcas Cesáreo con cara de satisfacción y otro hermano de su mujer, dando el visto bueno a la comitiva que desde la cocina no paraba de llevar presentes. Después de la comilona, Pepe y yo hubimos de contenernos porque después nos esperaba un largo viaje de regreso, nos dimos un paseo por los alrededores, la huerta que cultivan y de la que viven. Nos enseñaron otra dependencia con un gran salón con la chimenea casi humeante al fondo, y en otros habitáculos, a los que nos hicieron pasar guardaban, ¡pásmate! una ristra de jamones colgados del techo, pero al menos 15, y en un arcón de madera rústica como palas de tocino envueltas en sal para conservarse y curarse con varios niveles. En otra dependencia contigua Cesáreo nos mostraba orgulloso sus más de 100 kilos de dulce de membrillo distribuidos en distintas vasijas y para su uso de todo el año. Todo lo que allí tienen lo crían, lo elaboran y lo guardan ellos. Una vida casi como en tiempos antiguos y todo a un paso de esa ciudad bañada por el río que viene de Granada. Nos fuimos despidiendo después de mirar por última vez los tres caballos que tienen para montar, porque para el cultivo ya están los tractores, de guardar en una bolsa unas muestras de ajos de su cosecha y unas cápsulas de nogal americano que se yergue gigante y moribundo, rodeado de plantones jóvenes y mirando de tú a tú a los hermosísimos eucaliptus que, a distintos niveles y como los antiguos dioses lares, protegen la casa y la finca. A las 5.30 iniciamos el viaje de regreso con una parada para tomar café y repostar en las proximidades de Gor. Al paso por el puerto de la Mora, solo se notaba su antigua fama de inaccesible, porque los camiones iban con las luces de posición encendidas y a ritmo de tortuga. Ni rastro de nieve. A las 10.30 estábamos sanos y salvos en casa pero con un catarro incubado que aún hoy, mientras escribo estas notas, me da vueltas en la cabeza.
San Juan, 24 de febrero de 2016
José Luis Simón Cámara.