Potemi turón.
Me bajé con él desde la montaña en un coche de alquiler. Cuando lo entregó, dejó unas bolsas atadas con candado a un poste metálico y con otra al hombro nos dirigimos hacia donde había dejado su coche. Llegamos a un edificio antiguo, más bien viejo, con una gran puerta de madera, tras la que se amontonaban cantidades incalculables de mesas y sillones viejos, él diría que antiguos porque el valor que les atribuía era incalculable, solo explicable si se trataba de muebles con más de dos siglos de antigüedad por lo menos. Allí guardaba también el coche grande en que solía desplazarse. Sólo cuando se movía por la ciudad alquilaba uno pequeño para tener más movilidad. Yo estaba asombrado de ver aquella cantidad de muebles de tanto valor y guardados allí en un viejo almacén y como si de trastos inútiles se tratara.
—¿Cuánto crees que puede valer un sillón de éstos?
Yo no tenía ni la menor idea, hice como que intentaba calcular por si él se adelantaba y me libraba de aquel compromiso, como finalmente ocurrió.
—Si te dijera que no vendería un ejemplar por un millón de pesetas ¿te lo creerías? No tengo ninguna prisa y aquí están muy bien guardados.
—Bueno, eso de que están muy bien guardados es relativo porque cualquiera puede darle un golpe a la puerta, echarla abajo y cargar varias piezas en una furgoneta.
—Ah, amigo, todo eso lo tengo ya pensado. El seguro me pagaría el doble por cada pieza robada o deteriorada, además del arreglo de la puerta.
Al poco rato se escucha el timbre y Peñaranda, así se llamaba mi amigo, abrió la puerta desde donde estaba con un mando a distancia. Aparece un personaje, como un ujier con ropa de paje medieval y pregunta por el dueño.
—Yo soy, dijo Peñaranda.
Tras el ujier entra un alguacil que le muestra una orden judicial y sin más preámbulos sujeta el muslo del propietario al suyo propio con unas esposas, en este caso musleras, gigantes. A continuación otro miembro de la comitiva armada que acompaña al ujier y al alguacil le hace una incisión en la pierna y comienza a brotar sangre. Nada de esto parece inquietar a mi amigo que, imperturbable, acepta sin ninguna protesta todo lo que le van haciendo. Cortan la hemorragia e inmediatamente se hace un silencio y alguien pronuncia unas palabras incomprensibles:
Potemi turón.
Todos se arrojan al suelo incluido mi amigo que está literalmente pegado por la pierna al alguacil. Yo permanezco en pie y como fulminándome con la mirada uno de los lacayos se me acerca y con un rayo poderosísimo de luz que brota de un artefacto manual me obliga a echarme a tierra. El rayo de luz es tan potente que parece más bien un punzón metálico. Se escucha entonces una música polifónica cantada por un coro de voces tapadas por enormes capuchas puntiagudas que van rodeándonos y girando en torno a nosotros. De vez en cuando cesan los cánticos y se escuchan las palabras mágicas del principio: Potemi turón. Mientras tanto, nosotros allí, postrados, vemos cómo el techo de la nave, empujado por el haz de luz, se va abriendo lentamente y aparece el cielo, más azul que nunca, repleto de estrellas tan brillantes que sus agudísimas puntas parecen herirnos la retina.
Poco después, ya despierto, recordaba aquel local donde la música apenas nos permitía escucharnos. Era seleccionada para gente con no muchas cosas que decirse, más bien con ganas de aturdirse. Vi que se dirigía al camarero con ademán de echar mano a su cartera y me adelanté a pedir la cuenta. Claro que protestó pero le dije que aquello no era más que la prolongación de mi invitación a comer en casa. Fue después cuando nos dirigimos a su coche para bajar a la ciudad y a partir de aquel momento todo comenzó a tomar un sesgo imprevisible. Yo sabía de su afición a los coches viejos y a las antigüedades pero no imaginaba hasta dónde podía llevarnos aquella afición.
San Juan, 28 de diciembre de 2015
José Luis Simón Cámara.