Una vela encendida sobre la mesa. Sombrilla protegiéndola. Acude un acordeonista tocando aires mediterráneos. Oscurece a un metro escaso del mar donde vemos a los peces disputarse restos de comida, migajas de pan. En la mesa, sentados frente a frente, Santi y yo. Observando las inabarcables dimensiones del puerto de El Pireo. Yo, evocando las orillas del Sena, donde también he escuchado el nostálgico sonido de la acordeón. Santi, corrosivo como siempre y rompiendo el romanticismo de la situación me dice:
–Dos tías es lo que nos hace falta. Déjate de chorradas.
Mientras suena la música el camarero nos ofrece la carta y no dudamos mucho. Dos langostas, cerveza y retsina, ese vino blanco del que ya llevábamos varias botellas en el cuerpo. Era el último día de estancia en Grecia. Habíamos recorrido en la península hasta el cabo Sounion, donde estampamos nuestra firma junto a la de Lord Byron en el templo de Poseidón, dios al que se encomendaban los navegantes antes de lanzarse a las procelosas aguas del Egeo. Por el otro lado habíamos llegado hasta Delfos, adonde su fundador fue conducido a lomos de un delfín. Allí, en las ruinas de la antigua ciudad colocamos el pie en las hendiduras donde los colocaban los atletas para hacer los 100 metros lisos. Siguiendo hacia el oeste pasamos en barco hasta el Peloponeso por la ciudad de Patrás. Olimpia, la Arcadia, donde la tierra mana leche y miel. No fue casualidad que una anciana vestida de negro y con pañuelo en la cabeza nos parara bajo un árbol en una curva del camino y nos ofreciera dátiles y miel. ¿Cómo decirle no a aquella anciana?
Y ahora leo en la prensa y veo en los informativos que en aquellos mismos lugares, miles de personas, niños incluidos, se hacinan hambrientos y desprotegidos. Las ayudas solidarias, si es que llegan, se limitan a un mendrugo de pan y una naranja si les toca en suerte porque con mil raciones tienen que abastecer a más de 4.000. En este clima de inseguridad, de incertidumbre sobre el futuro, no saben qué va a pasar con ellos, pasan días y noches interminables de lluvia y de frío. Su destino se juega muy lejos, en Bruselas. Quizá la mayoría ni sepan dónde se encuentra esa ciudad donde se puede decidir su futuro1. Mientras tanto ellos deambulan desorientados y peleándose no ya sólo por un pedazo de pan sino incluso por un enchufe donde poder recargar el móvil para poder mantener el contacto con sus seres queridos que, en la mayoría de los casos se encuentran en zonas lejanas, como Siria y Libia, o muy lejanas como Afganistán, Iraq, Somalia o Bangladés.
¿Cómo es posible que casi 40 años después, en aquel paradisíaco puerto lleno de luces rutilantes reflejadas en el mar, donde al son de sirtakis, acunados por la acordeón saboreábamos mi amigo Santi y yo los frutos de ese mar, en ese mismo puerto, en ese mismo lugar se escuche ahora el gemido de niños hambrientos y desamparados en la noche?
San Juan, 22 de marzo de 2016.
José Luis Simón Cámara.
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1Mientras escribo estas sensaciones ocurre ese horrible atentado en la ciudad europea. Los intolerantes y salvajes fanáticos, a los que Europa ha dado cobijo, pretenden que acabemos odiándolos a todos en busca de la guerra total. Muchos van a situarla en el mapa, como en estos últimos tiempos, a golpe de atentados.
Si, son incomprensibles el drama de los refugiados y los brutales atentados en Bélgica.