Iba caminando entre escombros y saltando sobre palés de ladrillos apilados, evitando pisar en las orillas por si se desmoronaban, me resbalaba y golpeaba contra el suelo, lleno de hierros retorcidos y cristales rotos. Procuraba apoyarme en el centro desde donde me impulsaba al siguiente palé, colocados a pocos metros de distancia unos de otros. En un momento me vi rodeado de gente que caminaba hacia el Museo del Prado. Era difícil alterar el rumbo y, por otra parte, pensaba que no se trataba de una sola dirección y al final podría elegir la adecuada para seguir hacia donde me dirigía. Solo sabía que buscaba unas calles conocidas pero no recordaba el nombre. Aunque estaba seguro de que cuando viera el rótulo con el nombre al principio de la calle las reconocería, o incluso sin ver el rótulo. Levantaba cuanto podía la cabeza apoyándome en la acera o en algún portal para tratar de distinguir sobre la aglomeración que me tapaba la visión alguna indicación que me orientara pero finalmente comprobé que toda aquella gente se dirigía sin excepción, salvo yo, al museo y no había ninguna otra salida. Al llegar a la entrada de la famosa pinacoteca que ya había visitado en otras ocasiones y que, por supuesto, pensaba volver a visitar en otro momento, pregunté al conserje si por allí se podía acceder a otros lugares.
–No, por aquí solo se puede entrar al museo. Si usted quiere ir a cualquier otro sitio de la ciudad tiene que regresar hasta aquella calle que se ve allá a lo lejos, detrás de esos edificios en ruinas.
Rehice el camino con dificultad porque casi todo el mundo iba en dirección contraria a la mía, se dirigían al museo. Yo sabía que el museo era uno de los atractivos turísticos más visitados de la ciudad pero no imaginaba que hasta tal punto. Porque se trataba de una verdadera marea humana. Y gentes de toda condición tanto por sus atuendos, desde los más refinados hasta los más burdos, como por su edad, desde ancianos hasta niños en brazos o en silletas. Cuando conseguí llegar a la calle que me había indicado el conserje del museo la reconocí inmediatamente. A pesar del polvo y los desechos que había que ir sorteando recordaba la ubicación de aquella vieja bodega que guardaba en sus estanterías botellas escondidas tras las telarañas que, en muchos casos, ocultaban tesoros para los aficionados al buen coñac y a los buenos vinos. Allí había visto yo, acompañado de mi amigo José Antonio y de su suegro, experimentado marino mercante, botellas del famoso brandy Peinado de hasta 100 años. Era admirable observar cómo el viejo lobo de mar acariciaba una de aquellas antiquísimas botellas sin quitarles ni una mota del polvo acumulado. No sabía exactamente si se trataba de la calle Lope de Vega o Miguel de Cervantes. Cuando conseguí dar con la bodega entre los escombros y el polvo me pareció volver a la realidad y salir de aquel laberinto de gentes, basura, ladrillos y ventanas destrozadas. Tras el mostrador el mismo dependiente de años atrás con su guardapolvos desteñido, con su largo bigote y sin un solo cabello en la cabeza. Justo en el momento en que iba a preguntarle por una manzanilla de Jerez un estruendo ensordecedor retumbó en la bodega y de las estanterías se desprendió una nube de polvo junto con algún cascote del techo.
–Otra vez los bombardeos, dijo el bodeguero, la gente estará escondiéndose en los sótanos—refugio del Museo del Prado.
San Juan, 11 de abril de 2016.
José Luis Simón Cámara.