El rico Occidente.
Poder elegir entre distintos tipos de pescado porque no siempre uno va a tomar boquerones, caballa, sardinas o atún, dentro de la gama del pescado azul y merluza, rape, gallina, mero o San Pedro, entre la aún más abundante del pescado blanco, no deja de ser un privilegio aunque por razones médicas te veas privado temporalmente de la posibilidad de comer carnes, entre las que también disponemos de una riquísima variedad. Si además de esta última, por motivos de salud, la limitación se extiende a las variantes del alcohol, sea cerveza, vinos tanto blancos y tintos como olorosos o amontillados, vermuts y licores de aperitivo o sobremesa como cava, champagne, wisky, coñac, ron o vodka y todo tipo de tapas que suelen acompañarlos, como unas buenas rodajas de chorizo, unas virutas de jamón ibérico, claro, por no hablar de la absoluta prohibición, en estas circunstancias, de picantes como alguna guindilla, o excitantes como el té y el café y, por supuesto, todo tipo de salazones, hueva o mojama de atún, mosola, bacalao, anchoas o incluso, alguna vez aunque con menos frecuencia, unas huevas frescas de esturión.
La verdad es que, habituado a todos estos singulares sabores, parece como si esa parte tan importante de la vida que es la gastronomía, en la que además de alimentarnos buscamos el placer, quedara bastante limitada. Si comparo mi vida de hace solo un mes con la de ahora, se ha producido ese contraste. Y una de mis formas de saborear la vida, de brindar por ella, de celebrar la amistad, de festejar la alegría, se ha visto notablemente empobrecida.
Aunque inevitablemente, y esta es otra parte de la historia, pienso en los refugiados de todo el mundo que, huyendo de las guerras, de las persecuciones, del hambre, en sus países de origen, buscan el cobijo de Europa que les da con la puerta en las narices, y apenas disponen, en el mejor de los casos, de un pedazo de pan y una naranja en una tienda de plástico sobre el barrizal. Pienso en los niños, ¡ay, los niños!, que ni siquiera conocen la existencia ni la variedad de carnes, pescados y exquisiteces que disfrutamos en Occidente, porque jamás han tenido acceso a ellas o, lo que es peor aún, si las conocían han perdido la oportunidad de volver a disfrutarlas. Pienso, sin ir más lejos, en los buceadores de contenedores que, como Neptuno con su tridente, dioses venidos a menos, armados de su arpón, van ensartando basuras y restos de comidas caducadas, buscando qué llevar a la boca de sus hijos que, como pajarillos en el nido con el pico abierto, esperan ansiosos saciar sus muchas hambres o algún juguete roto de los que desechan los niños privilegiados que pueden desprenderse de ellos porque sus padres pueden reemplazarlos.
Si en algún momento de impertinencia, de imbecilidad, de insensatez, me asoma un amago de disgusto por verme privado de esos placeres a los que la fortuna me ha habituado, inevitablemente pienso en todo esto y una sensación de vergüenza me recorre el cuerpo.
¡Que tenga que ser la desgracia ajena el alivio de mis apetencias!
San Juan, 17 de abril de 2016.
José Luis Simón Cámara.
Al menos reflexionas sobre ello. Otros ni se lo plantean.