Los había visto desde lejos. Uno en medio de la carretera. Parecía con dificultad para moverse. El otro estaba mirando desde la acera. Yo regresaba de sacar la basura en el carretón y no me iba a acercar con él. Lo primero era llevarlo a casa y después ya vería lo que hacía. Estaban más allá de mi camino y para saber lo que pasaba exactamente hubiera tenido que dejar el carretón en un lado de la calle, entorpeciendo posiblemente el paso de los vecinos. Pero solo el hecho de pensar que el que estaba en medio de la carretera podía estar herido, haber sido golpeado por un coche de los que pasan a más velocidad de la debida, me intranquilizaba. En el fondo posponía la decisión de acercarme hasta allí para más tarde, con la esperanza de que aquella situación hubiera cambiado.
¿Qué hubiera podido hacer yo si me hubiera acercado? Si estaba herido, lo mejor, dicen los médicos, es dejarlo tumbado en la carretera hasta que venga un especialista para evitar lesiones mayores. No quería yo agravar la situación. Es verdad que me quedaba intranquilo porque creía escuchar un quejido lejano y eso no deja insensible a nadie. Aún así llegué a casa con el carretón, lo guardé en la armería, modo de llamar mi nieto al trastero donde guarda sus espadas de madera, me lavé las manos y, aunque ya era hora de ponerse el pijama y cenar puesto que no iba a salir, seguí con la ropa de calle haciendo tiempo para volver a ver la situación en la carretera. Cené y, ya cuando Inma dormitaba, así no tenía que darle explicaciones, volví a la calle. A mitad del callejón no se escuchaba ningún quejido, como antes, y temiendo encontrarme nuevamente el mismo espectáculo, asomé la cabeza y vi que no quedaba rastro de nada. O se trataba de una disputa amorosa, muy abundantes en estas fechas del año, a punto de comenzar la primavera, o el golpe del coche no había sido tan grave. También era posible que alguien más generoso que yo hubiera acudido en auxilio del herido y lo hubiera llevado a algún centro donde lo atendieran. Todo era posible. De todos modos no me quedé totalmente tranquilo, el sentimiento era de incertidumbre. Si me hubiera acercado cuando regresaba con el carretón hubiera podido auxiliarle antes y, a veces, el paso de unos minutos cuenta en la vida de cualquier ser vivo. Aunque por otro lado, no se veía rastro de sangre, es decir, que el golpe, en el caso de que se tratara de un golpe, no había sido tan grave. Quizá fuera tan solo una contusión muscular, que son dolorosas, es cierto, incluso más a veces que uno rotura ósea, porque ésta pronto suelda y cicatriza, en cambio las contusiones musculares suelen hacerse muy pesadas, sobre todo cuando la zona afectada es de movimiento involuntario y permanente, como la caja torácica que no se puede inmovilizar porque la respiración es rítmica e ininterrumpida. Me quedé pensativo como el protagonista de “La chute” (la caída), novela de Camus. Clamence, pasando en París por un puente del Sena, vio a una joven apoyada en la barandilla y ya algo alejado creyó escuchar el ruido de un cuerpo al caer en el agua. Siguió su camino, pero al día siguiente buscó intranquilo en la prensa hasta leer que una persona aún no identificada se había ahogado en el río, al parecer se trataba de un suicidio. Afortunadamente en mi caso el problema era incomparablemente menor. En última instancia se trataba de una pareja de gatos.
San Juan, 9 de junio de 2016.
José Luis Simón Cámara.