¡Qué buena que está la enfermera!
Un insoportable dolor de muelas me obligó a llevar a mi hija a Urgencias del Hospital Universitario de San Juan, poco antes de las 2 de la madrugada. Llegamos allí exactamente a las 2´03, este dato lo recuerdo perfectamente porque tenía curiosidad por ver el tiempo de espera. Lo primero que me sorprendió fue encontrar totalmente solitaria la sala de espera. ¡Ni un alma! Aunque especialmente en este caso la exclamación más adecuada sería ¡Ni un cuerpo! Que es lo que se trata de curar. Eso me hizo albergar la ilusión de que atenderían enseguida a mi hija, arrebujada y hecha un ovillo en una silla a mi lado. Pensé que podría, a pesar de la interrupción del sueño, mantener mi salida habitual de los jueves a las 7 de la mañana hasta la playa, baño incluido, con mis colegas de carreras. El dolor le había comenzado ya por la mañana del miércoles en el trabajo desde donde fue directa al centro de salud de San Juan. Allí le inyectaron hacia las 6 de la tarde un analgésico fuerte con el que dormiría, le dijeron, toda la noche como un lirón. Pocas horas después el dolor, que había estado algo amortiguado, no desaparecido, volvió a la carga impidiéndole dormir. Se levantó y anduvo desesperada por la casa. El dolor se había convertido en insoportable. Ya sé que es una forma exagerada de hablar porque somos capaces de soportarlo aunque en algún momento parece que va a estallarnos, porque además aunque estés rodeado de familia y amigos el dolor se sufre solo y en solitario, no como la alegría que puede ser compartida, es más, que casi exige ser compartida con amigos o familia. Pasaba el tiempo en la sala de espera y nadie llamaba ni aparecía. Llegó una ambulancia. Media hora después llamaron a mi hija pero aún no era para atenderla. Era para el triaje, que llaman, o clasificación y selección. El médico ve el informe y según la gravedad o urgencia acelera o pospone la atención al paciente. Otra vez la sala de espera. Solitaria. El tiempo pasa. Se hacen las tres. Yo salía de vez en cuando para dejarme ver inútilmente por el grupo de 5 ó 6 , no exagero, enfermeras o auxiliares concentradas en una habitación junto al vestíbulo de entrada. Charlaban e iban de acá para allá en el reducido espacio de su habitáculo ajenas a nuestra urgencia y soledad. Fue ya poco antes de las 3,30 cuando volvieron a llamar a Marina desde la sala de acceso a consultas. A las 3,29 me envió un wasap: “Estoy aquí dentro. Me acaban de pinchar y parece que se me está suavizando. Me han dicho que me espere un poco más”. Me asomé a la puerta de la sala de acceso a consultas, ligeramente entreabierta, y la vi allí sentada y medio adormilada en un sillón cerca de otro joven de unos 30 años con un collarín en el cuello. Se abrió una puerta por la que salió una chica con uniforme y dejaba ver una camilla con alguien tumbado. Pocos minutos después apareció el chico de la camilla y se sentó junto al otro joven en uno de los sillones pegados a la pared en la que hay incrustados artilugios para conectar a los pacientes. Pasó también otra chica con uniforme y le pregunté si mi hija tenía que esperar aún. Dirigiéndose a ella que dormitaba en el sillón le dijo que la siguiera y poco más allá le dio el informe clínico y le explicó el tratamiento a seguir. Mientras yo leía los carteles explicativos de la pared escuché al joven recién sentado con el suero colgado de la mano izquierda y conectado al brazo derecho decirle al otro sentado con el collarín: “¡Qué buena que está la enfermera!”. “No es enfermera, le respondió, es una médica”. Minutos después nos despedimos de los jóvenes y las médicas y abandonamos el recinto. Pasaban unos minutos de las 4 de la madrugada.
José Luis Simón Cámara.
San Juan, 8 de diciembre de 2016.