Hacía ya tiempo que lo echaba de menos. Y la verdad es que había sentido cierto alivio con su ausencia. La presencia de alguien siempre con la mano tendida en la puerta de un supermercado u ocupando parte de la acera por la que pasas con frecuencia acaba por convertirse si no en agobiante o molesta, al menos en incómoda. Es como si alguien estuviera, aunque no diga nada, echándote en cara que vives mejor que él y que además o lo reconoces echándole unas monedas en la mano o en una cestita apoyada en el suelo o ni siquiera lo reconoces y pasas olímpicamente de él. Digo de él porque lo más frecuente es que se trate de un varón entre los 30 y los 50 años, aunque a veces los he visto acompañados de una mujer de una edad más indiferenciada y casi siempre sin dientes. Hasta tal punto se apropian de un lugar, hay quienes aseguran que las mafias les asignan el sitio, que normalmente suele encontrarse el mismo en el mismo lugar. Pasado un tiempo acaba por resultarte familiar. Y no es la primera vez que he visto a algunos de los que pasan a su lado pararse y entablar, aunque breve, conversación. Del tipo de “dónde estabas, hacía tiempo que no te veía, me preguntaba se te habría pasado algo, ah, que estabas visitando a tu familia”, porque, claro, también los pobres tienen sus cosas que hacer. Quizá más aún que los ricos o, digamos, la clase media, porque los ricos ricos casi no suelen pasear por la calle o ir a comprar al supermercado, ellos suelen ir con sus despampanantes señoras y en sus aparatosos coches para que se note que son ricos de verdad. ¿Cómo va un rico a mezclarse con el resto de humanos en la cola para comprar un kilo de tomates o patatas? Pues solo faltaba eso, no hombre, no, de eso nada. Pues como iba diciendo, el otro día y después de varias semanas, volví a ver al habitual de la entrada a un supermercado. Y, claro, cuando nos cruzamos, prefiero que esté con otro cliente que se para a saludarlo o que esté ocupado recogiendo y ordenando los carritos de compra, razón, creo, por la que los toleran en la puerta de los supermercados, porque tampoco a ellos les hace mucha gracia tenerlos como moscones espantando a los clientes, y además porque afortunadamente el espacio público es para uso de todos y nadie les puede prohibir que lo ocupen a su aire.
En esta ocasión me encontré solo frente a él que, con su característica e interesada amabilidad, se abalanzó hacia mí con la mano tendida hacia la mía que, inevitablemente, hube de ofrecerle mientras intentaba esbozar una sonrisa pretendiendo que no pareciera forzada, aunque dudo que a él, experto callejero en relaciones humanas, se le escapara el matiz. Me vi obligado a preguntarle qué tal, cómo había estado tanto tiempo ausente. Y lo sorprendente no era que yo le hiciera estas preguntas, estaba dentro de la lógica de una conversación superficial entre personas que solo se conocen de eso, de verse ocasionalmente en la calle. Lo sorprendente fueron sus respuestas.
–Sí, es verdad, hubiera querido volver antes pero se me han pasado los días volando. Uno tiene sus obligaciones, además que el estrés del trabajo… No es que dé para mucho pero con los pequeños ahorros que voy haciendo puedo permitirme pasar unos días en alguna playa del norte porque las de aquí están abarrotadas y además hace mucho calor. Eso sí, aunque están muy disputados, siempre tiene uno algún colega que me reserva su sitio en algún supermercado del norte. Yo, hombre, no soy ni tan afortunado ni tan desgraciado como Houellebecq, que tiene un apartamento en Almería y la cara de alimentarse de los desperdicios de las basuras, pero para ir tirando no me falta, y, a pesar de todo, no me puedo quejar.
San Juan, 6 de julio de 2016.
José Luis Simón Cámara.