Nada es igual después de un sueño profundo arrullado por el monótono susurro del oleaje.
Desde hace varios lustros, ¡cuántas veces nos ha serenado el mar! ¡De cuánta inquietud ha sido testigo su oleaje! Como si cada ola lamiera, curando, la herida del que se acerca a su orilla.
¡Tantos matices que aprender de las olas! Serenas, cuando se deslizan suavemente sobre la arena, violentas cuando se interponen obstáculos, insistentes, capaces de romper la roca de los arrecifes, devastadoras los días de tormenta cuando el mar desata su rabia contenida y las olas, como látigos retorciéndose, golpean sobre sus propias entrañas.
El mar, ese mar donde tienen cabida desde los más grandes cetáceos hasta los minúsculos pececillos inapreciables por el ojo de buey, ese mar donde los mejillones aplauden el concierto de los delfines, cabalgando a lomos de los caballitos, ese mar donde el temible pez espada se desliza rasgando las profundidades azules de las aguas mientras los peces aguja van cosiendo sus desgarrones y evitando así que se deshilache esa falda que rodea la cintura de la tierra para que no quede desnuda.
Ya sé que ahora rompe el embrujo decir que los peces espada atraviesan también los cadáveres de los refugiados ahogados, que buscando la vida encuentran la muerte en este mar, y que los bancos de tiburones se multiplican como en Wall Street.
Sí, ya sé que rompe el embrujo pero no por eso voy a dejar de decirlo.
El mar saca a su orilla después de la tormenta lo que nace en él o un día llegó de cualquier parte, troncos, algas, rizomas, jibias, cañas, algún pez descabezado, caracolas, piedras sin aristas, como las contracciones estomacales de un ser vivo arrojan al exterior todo lo que daña su organismo.
Como si la energía inagotable que se renueva periódicamente, no sabemos si por influjo o reflujo de la luna, y le sacude las entrañas y lo limpia de todas sus impurezas, se contagiara con su proximidad después de tantos años escuchando su rumor, rozándose o zambulléndose en él.
¿Tendrá algo que ver que en él esté el origen de la vida?
Como si la cadencia, el susurro, la violencia, el fragor del mar, todos esos cambios en su estado de ánimo adormecieran, relajaran, excitaran, atemperaran los flujos sanguíneos de quien junto a él pasea.
¿Será quizá ésa la razón por la que, desorientados, buscamos a su lado la renovación de la vida, del impulso para sobrellevar sus problemas, la búsqueda del empujón que a veces nos hace falta para seguir caminando y reponernos del cansancio de tanta monotonía?
Sea cualquiera la causa, el vaivén de su movimiento acuna, relaja, adormece, como si nos arrebatara el fardo que nos impide volar sobre las miserias y lo desmenuzara hasta volatilizarlo y liberarnos de su pesada carga.
Como la ola que se ondula y se repliega y regresa a los abismos abisales para volver con nueva energía como si fuera, tantas veces repetida, la primera vez que se asoma sorprendida a la arena.
San Juan, 26 de mayo de 2016.
José Luis Simón Cámara.