La noche de Reyes, poco después de segar a mano un poco de hierba en el callejón para los camellos, de colocarla en un capazo, ya a estas alturas de plástico, y de ponerles una vasija de latón con agua, mis nietos se acuestan impacientes, no ella de 11 años, que ya sabe que todo es una pantomima, aunque ya es cómplice de la farsa, pero sí él, de 5, que quiere ir a la cama antes de lo habitual porque ha oído repetir ya varias veces que ellos no llegan hasta que los niños no están dormidos. Es el momento que aprovechamos para empaquetar los regalos, ponerles el nombre correspondiente y colocarlos bajo el árbol de navidad que hay instalado en el salón de estar de los niños. Previamente y en su presencia hemos colocado un par de zapatos de cada niño en la ventana de la habitación para que los visitantes sepan que allí hay dos niños. Ellos adivinan por el tamaño de los zapatos la edad de los niños y los regalos que desean. Ya después mi hija en su casa pone de fondo la televisión y trajina con el móvil sin atender a la pantalla grande que mantiene de acompañante. Mi mujer -¡qué raro suena este nombre en estos tiempos de atosigamiento musulmán!- dormita plácidamente en el sofá con la Tablet encima de su vientre tras jugar unas partidas de cartas y yo me voy dividiendo entre las noticias de 24 horas, la lectura más bien aburrida de “Alucinaciones”, uno de los libros del neurocirujano Oliver Sacks y la vieja carpeta donde voy tomando nota de algunas de las ideas que me pasan por la cabeza. Hacia la media noche doy una vuelta por la casa para mirar al ganado, una forma rural de referirme a mi hija y nietos, doy la mano a mi compañera para que se incorpore en su duermevela y haciendo equilibrios se encamina hacia el dormitorio. Allí continúa la larga noche. La cama es espaciosa y podemos movernos y dar vueltas sin necesidad de hacer gimnasia para no molestarnos. Por cierto, no entiendo cómo en otras épocas nosotros y aún ahora mucha gente sigue durmiendo en camas estrechas e incómodas cuando en el lecho pasamos un tercio de nuestras vidas y de un sueño plácido y relajado depende mucho el bienestar y el buen humor. Serían quizá las tres de la madrugada cuando creí escuchar algún movimiento de los niños. Agucé el oído y, como un tableteo acompasado persistía, me levanté de puntillas y me acerqué al pasillo. Efectivamente el ruido no era imaginario pero no procedía de los dormitorios sino de la cocina. Me acerqué cautelosamente y comprobé que era del hámster del colegio, que le correspondía cuidar al niño durante estas vacaciones. Entorné la puerta de la cocina para que no los despertara el ruido y regresé a mi cama. Ya no volví a conciliar el sueño profundo del que suelo disfrutar. Un rato después creí ver que Inma, arrebujada en un chal, regresaba de ver a los niños que estaban, me decía, en el patio abriendo todos los regalos y jugando con ellos. Estarán bien abrigados, le dije, porque tienen la costumbre de moverse descalzos por la casa incluso en invierno. Ella echó sobre la cama un montón de figuras de animales y se acostó nuevamente. Yo, deseoso de su proximidad, consideré que todas aquellas figuras sobre la cama eran un obstáculo para mis ansias, pero enseguida comprobé que no se interponían a nuestro encuentro. Pensé entonces si se trataba de un sueño o de una alucinación dentro del sueño porque no había tales figuras de animales sino que habían sido fruto de percepciones de mis sentidos que nada tenían que ver con la realidad porque no existían. ¿Tendría algo que ver la lectura del libro de Oliver Sacks?
San Juan, 6 de enero de 2017.
José Luis Simón Cámara.