En la historia de nuestro grupo atlético casi todos conocen muchos hechos y anécdotas de sus miembros a lo largo de estos últimos años, y especialmente de Jesús que no se suele perder ningún sarao y al que estamos dedicando hoy la noche. Pero, claro, por lógica, sólo de los últimos o recientes años. Porque nuestro grupo que comenzó a formarse por 4 ó 5 amigos hace casi 30 años, ha crecido en este tiempo, si me pongo bíblico, como las estrellas del cielo y las arenas del mar.
Aquí está la muestra, de aquellos 4 ó 5 iniciales fundadores , bien veis cómo nos hemos multiplicado aunque no todos han podido venir. Por cierto el nombre Atotrapo fue resultado de una de las conversaciones matinales mientras corríamos hacia la playa que siempre ha sido fuente de inspiración para nosotros o sumergiéndonos en el mar o quedándonos extasiados contemplando la salida del sol sobre las aguas.
Pero hay algunas anécdotas, en concreto la que voy a referir, que quizá desconozcáis la mayoría porque solo fuimos testigos de la misma Jesús y yo.
Esta es la historia.
Tuvo lugar la noche del 16 de Enero del año 1992.
La mañana de aquel día Jesús me recogió con su coche en casa y pusimos rumbo a Jaén. Íbamos a correr la carrera de San Antón. Hicimos 400 kilómetros para correr 7. ¡Peor hubiera sido hacer 7 en coche para correr 400! Yo ya comencé a notar los efectos de la carrera la noche anterior en que tuve que levantarme varias veces al aseo. Mi barriga estaba tan ligera como una liebre sin parar de entrar y salir de la madriguera. Hicimos un alto por la sierra de Albacete para comer. Exactamente en El Jardín, un caserío junto a un riachuelo sombreado de choperas. Allí, en un bar del camino, tomamos una sopa, algo de arroz y un trozo de dulce de membrillo, astringente natural, para sujetar el vientre. Jesús siempre me recuerda que allí compré una navaja. Aquellos viajes de la infancia en tren al paso por Albacete. Entre sueños y frío subían los vendedores de navajas al tren con el pecho cubierto por un expositor lleno de navajas de distintos tipos y tamaños despertándonos con su grito de “¡Navajas de Albacete”!
Llegamos a Jaén a media tarde. Allí nos encontramos con Pinki, en aquella época profesor de francés en el instituto de Santiago de la Espada, allá por la sierra de Cazorla, acompañado del profesor de Griego.
Se iba echando la noche encima y comenzaron a encenderse las hogueras por la calle. Para calentarnos un té en un hotel próximo donde se alojaban los atletas de élite, algunos morenos ya en aquella época y también un vecino de San Vicente al que Jesús, tan osado como siempre, abordó y con el que conversamos un rato, antes de la carrera. Incluso nos hicimos unas fotos con él. Se trataba de Domingo Ramón, explusmarquista español de 3.000 metros obstáculos y diploma olímpico en los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980. Cuando salimos a la calle el frío se había hecho más intenso. No estábamos en San Juan junto al mar. Aquello era Jaén, a unos 700 metros de altitud.
Llegaba la hora de la carrera. Nos cambiamos en el coche y salimos a correr escoltados por las hogueras encendidas en la calle y las antorchas que portaban algunos de los que nos miraban pasar y nos ayudaban a soportar el frío de la noche. Acabada la carrera y junto a una gran hoguera, Jesús reconoció a uno de los organizadores sobre el escenario. ¡Cómo no! ¡Era de Puente Genil. Se saludaron y abrazaron. Después de la carrera volvimos a algunos rincones del barrio viejo por los que habíamos pasado, pero ahora ya para tomar algunos tragos y sus correspondientes tapas, sana costumbre de aquellas tierras.
Acabamos en un bar abarrotado de gente. Entre la calle y el bar, lleno de calor humano, podría haber una diferencia de hasta más de 20 grados de temperatura. Nosotros, como todo el mundo, tomamos una hogaza pequeña de pan con aceite o manteca de la caldera, tortilla y trozos de tocino a la plancha. Desde allí, serían poco más de las 12 de la noche, salimos en dirección a San Juan con otros 400 kilómetros por delante. Jesús trabajaba el día siguiente que era viernes, 17 de Enero y yo quería pasarlo, como hacía todos los años, con mi padre que celebraba su santo el día de San Antón.
Acabábamos de salir de Jaén cuando vimos a un chico haciendo autostop en la orilla de la carretera. Jesús, buen samaritano, paró y el chico, al que apenas entendíamos, se subió al coche. Desde el asiento de atrás y apoyados los antebrazos en los asientos delanteros farfullaba mensajes indescifrables y nos enviaba tal vaho etílico que poco faltó para que nos atufara. Antes de llegar al siguiente pueblo, en el camino, conseguimos entender que nos invitaba e insistió tanto en invitarnos a tomar algo como forma de agradecimiento que paramos el coche donde él nos indicó al llegar al pueblo. Justo enfrente había un garito con luces de colores donde entramos. No es que tuviera pinta de puticlub. Es que era un puticlub.
Aunque estábamos impacientes por largarnos de allí fue tanta su insistencia que tuvimos que pedir alguna consumición. Nuestro anfitrión desaparecía y aparecía inesperadamente. Bastaba que hiciéramos el menor amago de largarnos para que su presencia se hiciera inevitable. Aquellos muelles sillones donde nos repusimos del cansancio acumulado a lo largo de todo el día ¿facilitaron algún encuentro subrepticio amparado por la tenue luz de los reservados? Aquellas relajantes caricias ¿tuvieron lugar realmente o fueron hijas de la somnolencia? Perdidos en aquella maraña de estancias y juegos de luces, no sé si la castidad de mi amigo Jesús sucumbió a las sucesivas tentaciones que la fueron asaltando tras las silenciosas cortinas rasgadas por una música arabesco-andaluza. No recuerdo cómo conseguimos zafarnos de nuestro generoso anfitrión y salir de aquel laberinto. Cuando logramos salir de aquel ambiente embrujado, hijo del cansancio, la excitación, el fuego, las alucinaciones del viaje, y volvimos a esos cerros sembrados de olivos perfectamente alineados como si fueran un ejército en formación o la cabellera de una palmera peinada por el viento, parecía que entrábamos en otra dimensión sin nada que ver con la que dejamos tras aquella puerta que nos facilitó la salida del recinto al que la cortesía hacia nuestro ocasional huésped nos había hecho entrar. Todo aquello quedó entonces y sigue aún ahora, 25 años después, envuelto en las brumas del recuerdo.
Esto nos ocurrió aquella noche a mí y a este caballero, a Jesús, que desde luego es el cuerpo de este informal y atípico grupo atlético, no sé si también es su alma.
No penséis que invento para la ocasión. A veces mis palabras rozan la ficción por ayudar a la razón a salir de la monotonía diaria de nuestra vida, pero muchas otras veces no son más que una liberación de la imaginación que, apoyada en hechos de la realidad, la sobrevuela y estimula intentando singularizar y novelar lo cotidiano.
Un abrazo de todos para Jesús y de Jesús para todos.
San Juan, 10 de Febrero de 2.017.
José Luis Simón Cámara