Después de comer me dirijo al salón, muchos días, como hoy, sin lavarme los dientes. A veces me los enjuago con el último trago de vino, como hacía mi abuelo. Bajo las persianas hasta dejar una línea de un palmo para mitigar la rabiosa luz del sol de después de mediodía, me acomodo en el sillón mecedora con orejeras, sobre las piernas apoyadas en un taburete con almohada extiendo la manta desde los pies hasta los hombros, me desato la correa, me desabrocho los botones y me bajo la cremallera del pantalón para aliviar su presión sobre el vientre. Entorno los ojos sobre los que va cayendo el suave sopor del sueño y entonces, cuando experimento todas esas sensaciones de satisfacción, de serenidad, de recogimiento, rodeado de silencio, de penumbra, de calor, si acaso el lejano canto de un pájaro o la tenue presencia de un rayo de sol que se filtra por los ojos de la persiana semibajada, entonces me acuerdo de aquellos amigos que hace ya algunos o muchos años nos dejaron y ya no pueden experimentar esos pequeños placeres.
Como dormirse junto a la ventana con la luz tamizada por la cortina después de una comida frugal tras los excesos de estos días.
Como saborear el raro placer de añadir otro año más a la suma de los que ya hemos vivido.
O sentir el sudor tras una larga caminata por la sierra o por cualquiera de las etapas tantas veces recorridas del viejo y ya gastado Camino de Santiago.
O paladear y hasta romper por la fuerza del brindis, como hemos hecho muchas veces juntos, unas jarras de cerveza o unas botellas de vino con berberechos o con michirones, no, no con chipirones, eso es otra cosa, he dicho con michirones, sí, esas habas secas cocidas con trozos de jamón y chorizo, ajo y laurel, que suelen tomarse en invierno por la huerta de Murcia.
O contemplar extasiados la inmensidad del mar.
O el vuelo de los pájaros.
O el paso de las nubes en el horizonte.
Porque ¿para qué hablar de otras cosas que también están ahí?, y todos sabéis a cuáles me refiero, como por ejemplo a besar y ser besado o a querer y ser querido, cosas que no son tan difíciles, aunque a veces parecen imposibles.
O como fotografiar una mariposa.
O quedarse embobado viendo pasar a una mujer hermosa.
O apenarse cuando te encuentras a alguien pidiendo limosna por la acera.
O sonreír con los traspiés de un niño que da los primeros pasos.
O enfurecerse cuando un banquero arrebata su casa a un desahuciado.
O recordar aquel día afortunado en que los análisis dieron negativo a la prueba del SIDA.
O pararse a ver reflejado en los escaparates el paso de la gente.
O, no sé si es incorrecto, entretenerse hurgándose la nariz cuando uno cree que nadie lo observa.
O sentir simplemente el cálido sol del invierno sentado en la puerta de tu casa.
¡ Cómo los echo de menos en cualquier circunstancia ¡ Ese es el precio del cariño.
¿Y si no los hubiera conocido? Claro está. Me hubiera librado de esta pena. Pero ¿De qué tesoro me hubiera visto privado sin su presencia?
San Juan, 9 de enero de 2017.
José Luis Simón Cámara.
Eres muy buena persona José Luis, ya lo decía mi querido padre, que en paz descanse.
Ojalá exista un Cielo de la mitología cristiana o unos Campos Elíseos de la mitologia griega donde esté junto a mi querida madre.
No hay ni un sólo día que no les de un beso a su foto.