Una irreprimible necesidad fisiológica me asalta en medio de la ciudad. Abochornado, entre la urgencia inaplazable y la vergüenza, busco una calle de las menos transitadas y, recogiendo los ojos a mi entorno más estrecho, trato de salir del paso lo antes posible. Pero es bien sabido que la prisa, en estos casos y normalmente, es mala consejera y más bien dificulta que ayuda. En un intento de justificar mi situación voy mentalmente recorriendo la fauna urbana, hombres y animales, incluidos los pájaros de las más variadas especies que con sus excrementos corroen las joyas de la arquitectura civil y religiosa. Los perros no solo disponen ya en muchas ciudades de canódromos o pipicanes para solazarse en medio de las ciudades sino que los ayuntamientos facilitan bolsas de plástico en algunos enclaves para recoger sus deposiciones. Las caballerías, donde aún pasean por las calles, trátese de Sangonera la Seca o de Londres, pueden hacer sus necesidades en plena calzada y no solo no está mal visto sino que se considera una reminiscencia de la antigüedad, cuando los animales casi convivían con los humanos. Yo aún he visto a algunas mujeres ir recogiendo sus boñigas para echarlas a las plantas como abono.
Después del sofoco personal ante esta situación y mientras estoy recogiendo con pañuelos de papel el fruto de mis entrañas se acerca una señora con papel y lápiz en la mano, pidiéndome, eso sí, muy educadamente, mi nombre y dirección.
Yo, sorprendido y humillado, pero incapaz de negar la evidencia, porque suponía que los datos serían para comunicarlos a la autoridad municipal con el fin de que no quedara impune mi acción y además de sufrir la vergüenza pública fuera objeto de alguna sanción económica, comencé a darle los datos que me pedía.
Al decirle mi nombre y mirarme la cara, ya frente a mí, la dureza de su gesto comenzó a suavizarse.
— ¿Es usted entonces el hijo de Doña Rosita y Don Antonio, los maestros de La Aparecida?
— Para servirle.
— ¡Vaya, hombre, ahora me explico por qué sus rasgos me resultaban tan familiares. Sus padres fueron los maestros míos y de mis hermanos en el pueblo, aunque luego mi familia se trasladó a la ciudad donde vivimos desde hace muchos años.
No sé si aquel reconocimiento acrecentó aún más mi vergüenza por haberme descubierto en aquella situación de la que por otra parte no tenía por qué avergonzarme porque uno no elige dónde puede asaltarle una apendicitis, un infarto o un dolor irreprimible de barriga que lo haga doblarse en medio de la calle o caer de bruces sobre la acera o colocarse en cuclillas en cualquier rincón.
Sin decir una palabra más la señora se guardó el lápiz en el bolsillo, rompió el papel donde había anotado mi nombre, echó los trozos a una papelera próxima y, desde allí, alejándose, me dijo:
— Lamento que nos hayamos encontrado en estas circunstancias. Tengo un recuerdo inolvidable de sus padres.
Desolado, me vinieron a la cabeza los versos que Calderón puso en boca del príncipe Segismundo:
“¿Y yo, con más albedrío,
tengo menos libertad?”
San Juan, 24 de enero de 2017.
José Luis Simón Cámara.
Qué apuro y qué buen recuerdo tenía de tus padres.
Ah, que fue un sueño. Mejor.
Pesadilla con final feliz. Verosímil.