Estoy pasando unos días en el Siscar, acompañado de Inma y los niños. Mi hija está de excursión por Málaga y mi hijo en Bruselas donde reside. Cuando hablo de los niños me refiero a mis nietos que cada vez ocupan más el tiempo de estancia aquí, donde los amigos se reducen con el paso de los años. Esta mañana, después de subir al monte con mi amigo José Francisco, ¡es curioso cómo nuevos amigos reemplazan a los desaparecidos!, he ido con Juan a visitar al hijo del antiguo peluquero, José María el barbero, del que decían que estaba un poco loco, y todo, según creo, porque en las madrugadas de no sé qué fechas, recorría el pueblo a lomos de un caballo. Su hijo, también José María, esas costumbres de heredar el nombre también se van perdiendo, lleva el camión de unos viveros y además cría animales en unas conejeras o cuadras del patio de su casa. Pollos, faisanes, pavos reales y sobre todo conejos, de los que con relativa frecuencia le compramos alguno, o bien para comerlos allí mismo con patatas fritas o con arroz, o para llevárnoslos a San Juan. Mi nieto quería hoy un conejo, pero vivo. Cuando hemos llegado a su casa y le he dicho a José María el objetivo de la visita le ha preguntado a Juan:
— ¿De qué color lo quieres?
— Blanco, le dice el niño.
Allá que entra José María a la conejera y sale con un hermoso conejo blanco. Un saco de cáñamo que había arrugado por allí encima entre otros enredos ha servido para llevárnoslo a casa. Juan iba tan contento y despreocupado con su trofeo en la mano, apenas daba crédito a haberlo conseguido, que la base del saco casi rozaba el suelo de la calle. De vez en cuando me lo pasaba, era demasiado peso para él. En el patio de la casa y ante la sorpresa de su hermana y de su abuela ha abierto el saco y ha salido el conejo blanco como si un mago lo hubiera hecho aparecer bajo el sombrero de copa. Lo ha tenido un rato entre macetas y revolcones. Cansado ya del conejo lo hemos vuelto a meter en el saco, un poco mojado de arrastrarlo por el patio recién regado, y se lo hemos devuelto a su dueño.
— José María, le dice Juan, queremos llevarnos dos conejos muertos, pero no el blanco. Y uno de ellos troceado como siempre, pero el otro sin despellejar.
Juan quería despellejarlo y partirlo él en casa. A pesar de mi insistencia y la de José María en que lo despellejara allí mismo, Juan se ha salido con la suya y nos hemos llevado los dos conejos, uno despellejado y troceado y el otro muerto pero sin despellejar. Al llegar a casa le hemos quitado el pellejo entre Inma y yo, como se ha hecho toda la vida, soplando a la altura del lomo para que no se interfieran los pelos, abriendo una brecha con un cuchillo, metiendo los dedos y estirando de la piel en dirección contraria hasta la mitad de la cabeza por un lado y de las patas traseras por otro. Se recorta por ahí la piel y, ya colgado con una cuerda en los barrotes de la escalera del patio, se va cortando la carne después de vaciarle las tripas y restos de excrementos de la barriga, quitándole con mucho cuidado la hiel para que no se rompa y amargue la carne que roza. Inútil toda advertencia. El niño, enfrascado en la insólita operación de cortar trozos, acaba salpicado por alguna de las inevitables gotas de sangre que el balanceo del pobre animal colgado de la escalera proyecta en ropa, manos y cara.
San Juan, 27 de Abril de 2017.
José Luis Simón Cámara.