Cuando he visto hoy en los medios informativos a Ramón Espinar, diputado y significado prohombre de Podemos, pedir disculpas por haber sido sorprendido bebiéndose dos coca-colas, y, poco después al líder máximo, Pablo Iglesias, admitiendo su error, del que sin duda sacaría fuerzas para endurecer aún más su lucha contra la multinacional americana, no estaba seguro de si toda esa historia era real o más bien un sueño.
He tenido que palparme la ropa. Me he metido la mano en los bolsillos y he sacado un pañuelo para sonarme la nariz. Llevaba los zapatos puestos y eran solo las 9 de la noche. Acababa además de echarles la comida a los perros y soltarlos para que pudieran moverse durante la noche por el jardín. Vamos, estaba claro por todos estos detalles que no se trataba de un sueño. Aunque, claro, ¡quién sabe!, en los sueños todo se presenta como real. Pero no me resultó fácil llegar a esa conclusión porque la historia resultaba alucinante. Por no llamarla ridícula.
Que una fuerza política que ha entrado en el Parlamento como elefante en cacharrería, arrumbando con todo a su paso, con modales y lenguaje chulescos, se vea obligada a disculparse por haber tomado uno de sus dirigentes unas coca-colas me recuerda la estrecha y pacata moral meapilas de la más retrógrada iglesia clerical del franquismo.
Cuando en la época de Cuaresma no se podía comer carne los viernes o la gente dejaba vicios como el tabaco o no se podía enchufar la radio para escuchar música, a menos que fuera religiosa o los bares y, por supuesto, las discotecas tenían que permanecer cerradas, sobre todo los días en que se conmemoraba la pasión y muerte de Cristo …
Recuerdo de cuando estudiaba a los escritores franceses del siglo XIX, una historia referida a Baudelaire. El poeta “maldito” no solo escribió “Spleen de Paris” y “Las flores del Mal”, obras que fueron objeto de procesos judiciales. Además de pasear hecho un dandy por las orillas del Sena, para mostrar la elegancia de su espíritu, como él decía, además de probar todos los alucinógenos de la época, lo que él llamaba “paraísos artificiales”, y por supuesto, los naturales, también era crítico de arte. Acudía a las exposiciones que se hacían en los Salones y con un criterio bastante exigente, independiente e insobornable, establecía relaciones entre la belleza poética y pictórica en los momentos previos a la explosión de los “ismos”, comenzando por el impresionismo, a alguno de cuyos precursores admiraba.
Pero era implacable y hasta despiadado con los autores cuya obra no cumplía a su juicio la función del arte.
En una ocasión concretamente manifestó su disgusto ante la obra de un pintor desconocido para él. Días después, informado ya del autor, de su obra y sus costumbres, creyó entender por qué su obra no cumplía los requisitos del arte.
El autor era abstemio. Solo bebía leche. Ahora se lo explicaba todo.
Para él, ávido de ebriedad, de donde quiera que viniera, del vino, de la poesía o de la virtud, del hachís, del cielo o del infierno. Eso no importa, como tampoco de dónde venga la belleza.
¿Qué hubiera pensado Baudelaire de aquel joven barbado sorprendido bebiendo coca-cola? ¿Lo habría quizás invitado a probar alguno de sus paraísos artificiales o hubiera sido suficiente con los naturales como beberse una tercera sin disculparse ante nadie bajo cualquier puente del Sena?
San Juan, Abril de 2017.
José Luis Simón Cámara.