Viernes, 19.
Poco rato después de sobrevolar las aún grandes manchas de nieve de los Alpes que se extienden cientos de kilómetros comenzamos a ver extensiones verdes de prados y bosques ya en las proximidades de Viena. Al asomarnos a la escalerilla del avión nos recibió un viento cálido. Nos hemos dirigido al tren CAT. Después de alguna dificultad con los tikets (12 + 12 = 24 euros) en las máquinas expendedoras hemos subido al tren y en 16 minutos estábamos en Viena. Llegamos a la MitteWien o estación central. Cogimos el metro para llegar a Mariahilfer strasse, 34, donde se encuentra el hotel NH. Nos habíamos pasado una parada y eso nos obligó a caminar 15 minutos por la amplia calle comercial, llena de marcas: Boss, Zara, Berska, Diesel, H and M…. La parada de Neubaigasse está justo en los bajos del hotel. (He averiguado que la diferencia entre strasse y gasse es la que hay entre calle y callejón). Dejamos la maleta tras pasar por recepción y bajamos a un kiosco de la calle donde tomamos unas salchichas y longanizas con tomate y mostaza, y dos botellas de medio litro de cerveza, a la sombra del kiosco, frente a Maríahilferkirche, iglesia barroca dedicada a María Auxiliadora, con una campana de 4.500 kilos. La hora, eran casi las 3, nos ayudó a devorarlos. Regresamos al hotel y descansamos hasta las 5.30. Después de la siesta nos desprendimos de la camiseta interior. Sorprendente que la lleváramos aún en Alicante y fuera justamente en Centroeuropa donde el calor nos obligara a quitárnosla.
Emprendimos un recorrido por la laberíntica zona monumental. Palacio imperial de Hofbourg, del gótico al historicismo, donde están plasmados todos los estilos, residencia de la mayor parte de la realeza austríaca, especialmente de la dinastía Habsburgo durante más de 600 años. Se entra y sale por patios y arcadas, escuela de equitación española, salas de exposiciones.
Perdidos entre palacios y jardines llenos de gente tumbada por el césped, con niños correteando, de vez en cuando las campanas o el reloj de una iglesia, fuimos de Albertina a Francisco José y de Fernando a María Teresa viendo pasar carruajes de caballos con turistas. Antes de verlos ya el olfato se había percatado de su proximidad por el inconfundible olor a boñigas que impregna el entorno monumental. Eso sí, los carruajes llevan un dispositivo que recoge las deposiciones sin que haya muestras de ellas por la calle.
Difícil ver suciedad. Casi todos los monumentos se caracterizan por su tamaño, grandioso, mastodóntico, algo distinto a la elegancia de los palacios italianos del Renacimiento. Fuimos recorriendo palacios, unos en forma de herradura, otros de doble interrogación con jardines, hasta encontrarnos con un jardín lleno de gente, música más allá y mesas con jarras de cerveza y vino blanco. Un conjunto musical toca canciones populares y la gente baila y se agolpa con trajes regionales del Tirol. Nos encontramos en la Ratplatz o plaza del Ayuntamiento, edificio neogótico de finales del siglo XIX con torres como de iglesia, lleno de banderas. Pedimos dos copas de vino blanco, el que había. 5 euros, 2 de garantía por las copas de vino que nos reembolsan al devolverlas. De allí seguimos, a un lado la Universidad, guiados por una esbelta torre a lo lejos. Apenas podemos acercarnos porque está rodeada de una valla en rehabilitación. Parece gótica y lo es, pero del siglo XIX.
Es la Votiv Kirche, Iglesia votiva. Iniciamos ya el camino de regreso. Habíamos llegado al punto más lejano previsto para el paseo de hoy y poco después del Parlamento, cuando teóricamente nos quedaba ya menos de la mitad del recorrido, con poca luz y un mapa impreciso, comenzamos a dar vueltas por la zona alejándonos del destino. Después de preguntar varias veces con resultados contradictorios, llegamos ya a las 9.30, exhaustos, a la calle Mariahilfer. Nos sentamos en la calle en un italiano. Inma tomó un croissant con café con leche y yo una cazuela con tres huevos fritos y jamón. Antes de las 11 Inma dormía y poco después también yo, arrullado con el susurro de la canción tercera de Garcilaso, escrita por estas tierras.
Sábado, 20.
Hoy hemos salido ya desayunados hacia las 10 en dirección al Naschmark
Antes hemos pasado por la Ópera para informarnos de sus actividades. El edificio de la Ópera es neorrenacentista, de mármol blanco. Antes de llegar ya se te echan encima jóvenes vestidos con trajes de época ofreciéndote todo tipo de entradas a los espectáculos de la ópera o de palacios dedicados a representaciones musicales y ballets. Entradas a 80, 60 ó 40 euros, dependiendo del lugar elegido para presenciar la representación. Incluso era posible tener una entrada para 2 por 35 euros, algo tentador, pero minutos después resulta que no era allí, en la Ópera, sino en otro de los muchos palacios que se dedican a ofrecer representaciones. Nos ha parecido poco claro y hemos desistido, pero antes de marcharnos seguidos por su insistencia, nos ha dicho que podíamos hacer una visita guiada a la Ópera por 6 ó 7 euros. Caminando encontramos un gran jardín, Karlplatz, con la grandiosa iglesia barroca de San Carlos Borromeo al fondo, escoltada por dos impresionantes columnas y poco después llegamos al Naschmercat, entre dos calles, Linke Wienzeile y Rechte Wienzeile, que se abren formando un largo y ovalado espacio de casi un kilómetro de largo.
Los primeros cientos de metros están copados por puestos o chiringuitos de mariscos, carnes, encurtidos, salazones, olivas, todo tipo de vegetales, lechugas, brócoli, espárragos, salchichas, pizzas, comida india, china, japonesa, puestos con especias y mil colores y olores que perfuman el entorno. Hacia las 12 y estimulados por tanto derroche de olores, colores y sabores, hemos parado en una quesería donde hemos tomado queso francés con un vino blanco muy suave y cerveza. Muy amables.
Hemos seguido el paseo entre gente que a veces dificultaba el paso por los pasillos entre unos y otros comerciantes hasta llegar a una zona de ropa, pañuelos, gorros y finalmente el mercado de las pulgas, donde se puede encontrar de todo y de todas las épocas, desde anillos y collares a grifos viejos o teléfonos de todos los modelos y épocas, trozos de aparatos en desuso, tuercas de distintos tamaños…
Hacia las 13.30, regresando por otro de los pasillos del interminable mercado ya pensábamos en comer. Habíamos leído de un café Drechsler, fundado en 1919 en la calle Linke, nº 22, y justamente estábamos al lado. Mantiene el aire de la época. El frío con el que ha amanecido el día ya se hacía más palpable y, cansados también de tanto roce humano, hemos encontrado alivio al entrar en aquel remanso de paz, sin ruido y acogedor, espacioso y silencioso. En forma de L, con unas lámparas antiguas nos hemos sentado en una antigua mesa de mármol gris con pies de hierro negro. Una sopa de lentejas y un escalope con ensalada de verduras y patata, vino blanco y 2 cañas, 2 expresos y un Jaques Daniel, 40 euros.
Ya repuestos hemos regresado a la Ópera donde teníamos previsto entrar con un grupo a las 3 para hacer una visita guiada y, al menos, conocer ese mítico lugar donde cantan los divos. Ayer tarde precisamente dieron un concierto de homenaje a uno de ellos con motivo del 50 aniversario de su primera actuación en este lugar, Plácido Domingo.
Construida a mediados del siglo XIX fue semidestruida en la 2ª guerra mundial y reconstruida después. Hacen más de 300 representaciones al año y tienen decorados de más de 150 óperas, lo que obliga a tenerlos en un almacén donde cada día los camiones, que pueden acceder hasta el escenario, los tienen que recoger y cambiar. El escenario tiene forma de herradura y es allí donde se celebra el baile del martes de carnaval en el que participan 150 parejas. Las condiciones para poder presentarse son tres: tener entre 17 y 24 años, saber bailar el vals y pagar 150 euros. Aunque si los bailarines quieren tener derecho a sentarse en una mesa deben pagar otros 100 euros por cabeza. Hoy sábado, 20 de Mayo, se representa “El oro del Rhin”, ópera de Wagner. Normalmente todas las entradas están vendidas de antemano y aunque suelen rondar los precios por los 100 euros, teóricamente se pueden sacar entradas de pie por 11 euros, pero es prácticamente imposible porque ya hoy había cola a las 2 para sacar esas entradas y la función es a las 7 de la tarde. Hemos sabido que en una gran pantalla en el exterior del edificio se proyecta la función y allí hemos ido a las 6.50. Hemos tomado asiento y nos hemos zampado media hora de una representación aburridísima, con ruidos, frío y sin entender nada. No nos ha enganchado. Nos hemos hecho unas fotos con la estatua de Goethe, otras en la plaza de Schiller y hemos regresado al hotel tras tomar un tentempié.
Domingo, 21.
Hoy hemos visitado el monumento más hermoso con diferencia de toda Viena, la catedral de San Esteban o Stephandom. Una obra con la que ninguna otra resiste la comparación. Empezada a construir como iglesia románica en el siglo XII, fue sufriendo modificaciones sucesivas al ritmo del desarrollo de la ciudad y su burguesía, hasta que en el S. XV comienza ya a ampliarse por el exterior, manteniendo el culto en la nave antigua, y va desarrollándose con la aportación de distintos estilos según las épocas, por eso hay también elementos renacentistas y barrocos. Su torre principal se puede ver desde casi toda la ciudad. Parece un gigante rodeado de enanos. En su interior, formado por tres naves, las recargadas columnas son esbeltísimas. Se conservan pocas vidrieras originales, la mayoría destruida por los bombardeos en la 2ª guerra mundial. Coincidiendo con la visita hemos escuchado el órgano y algunas voces profesionales cantando una misa de Mozart.
El frío arreciaba y hemos vuelto al hotel antes de alejarnos más. Habíamos sacado dos tikets de metro para 24 horas. A 7.50 euros cada uno. Eso es el equivalente de tres viajes. Hoy habremos hecho 7 u 8. El tiempo de espera, anunciado con precisión en unos paneles, nunca ha superado los 4 minutos. Ya abrigados nos hemos dirigido hacia el Danubio, el viejo Danubio, que ahora se ha convertido en una especie de zona pantanosa, rodeada de pequeñas casas, con mucha vegetación y nenúfares, en comunicación con el gran río de fuerte corriente y partido en dos grandes brazos separados por una isla estrecha, de unos 300 metros, pero de 22 kilómetros de larga. El brazo más próximo al viejo Danubio tiene unos 200 metros de ancho y el otro unos 300. Hemos paseado por la isla, paraíso de aves que picotean despreocupadamente por el césped, corredores y ciclistas bajo los árboles, así kilómetros y kilómetros, a cada lado un Danubio. Entre el viejo y el nuevo Danubio, la moderna Donau City, un bosque erizado de edificios y torres altísimas de hormigón, acero y cristal contra los que se estrellan las aves, deslumbradas. Paseando por aquellos parajes cómo no acordarnos de que en una de estas islas, parece que más arriba, por las proximidades de Ratisbona, fue donde Garcilaso estuvo desterrado por su amigo el emperador Carlos V por desobedecer sus órdenes y apadrinar la boda de su sobrino Pedro, hijo de su difunto hermano Pedro Laso de la Vega, comunero convicto y confeso. He aquí unas estrofas de su canción tercera:
“Con un manso ruïdo
de agua corriente y clara,
cerca el Danubio una isla, que pudiera
ser lugar escogido
para que descansara
quien como yo estoy agora no estuviera;
……
Aquí estuve yo puesto,
o, por mejor decirlo,
preso, forzado y solo en tierra ajena;
…….
Danubio, río divino,
que por fieras naciones
vas con tus claras ondas discurriendo…”
Desde allí hemos ido en busca de El Prater, ese inmenso parque, pulmón de Viena y lugar de paseo de los vieneses ya desde finales del siglo XIX, como cuenta Stephan Zweig en sus memorias:
“Recuerdo aún el día de mi primera infancia (Zweig nació en 1881) en que, con el ascenso del partido socialista, se produjo en Austria el cambio decisivo; con el fin de demostrar por primera vez y de manera evidente su poder y su número, los obreros habían hecho circular la consigna de declarar el primero de mayo fiesta del pueblo trabajador y decidieron que desfilarían en formación cerrada por el Prater, más concretamente por su avenida central, donde por lo general se veían, entre anchas y hermosas hileras de castaños, desfiles de calesas y landós pertenecientes a la aristocracia y la burguesía rica. Presa de horror, la buena burguesía liberal se quedó de una pieza ante semejante anuncio. ¡Socialistas! La palabra tenía entonces, en Alemania y Austria, un sabor a sangre y terrorismo, como antes la palabra “jacobinos” y más tarde “bolcheviques”; en un primer momento nadie creía posible que aquella horda roja llevase a cabo su marcha desde los suburbios sin quemar casas, saquear tiendas y cometer todos los actos de violencia imaginables. Una especie de pánico se apoderó de la gente. La policía de toda la ciudad y de los alrededores se apostó en la calle de Prater y el ejército, puesto en estado de alerta, recibió la orden de disparar en caso de necesidad; ningún carruaje se atrevió a acercarse al Prater, los comerciantes bajaron las persianas de hierro de sus tiendas y recuerdo que los padres prohibieron a sus hijos salir a la calle en un día de tamaño espanto, que podía ver a Viena en llamas. Pero no pasó nada. Los obreros marcharon hasta el Prater con mujeres e hijos, en compactas filas de a cuatro y con una disciplina ejemplar, ostentando todos en el ojal un clavel rojo, el símbolo del partido. Durante la archa cantaron La Internacional, aunque los niños, al llegar al hermoso césped de la “Avenida noble”, que pisaban por primera vez, intercalaron en ella sus inocentes canciones de colegio. No se insultó a nadie, no se golpeó a nadie, no se cerró ningún puño; policías y soldados sonreían a los manifestantes en un gesto de camaradería. Gracias a aquella actitud irreprochable, ya le fue imposible a la burguesía estigmatizar a la clase obrera tachándola de “horda revolucionaria” y, como siempre en la vieja y sabia Austria, se llegó a concesiones mutuas; aún no se había inventado el actual sistema de represión y erradicación a porrazo limpio, todavía estaba vivo (aunque ya palidecía) el ideal de humanismo, incluso entre los líderes de los partidos.
Apenas había aparecido el clavel rojo como símbolo del partido, en seguida se vio otra flor en el ojal, el clavel blanco, signo de afiliación al partido socialcristiano (¿verdad que es enternecedor que aún se eligiesen flores como distintivos de los partidos, en lugar de botas altas, puñales y calaveras?)”.
Notas tomadas del interesantísimo libro “El mundo de ayer”, pág. 91 y siguientes.
Hay allí una feria permanente alrededor de la antigua noria. Por allí pasean corredores, ciclistas, gentes sentadas bajo los árboles, cuervos confiados picoteando, que solo inician el vuelo cuando ven encima a los humanos.
Comimos una sopa, pizza y ensalada con un litro de cerveza y dos cafés. (30 euros). Aunque sentimos la tentación de echarnos sobre el césped para dormitar la comida, cogimos nuevamente el metro porque la tierra aún estaba algo húmeda de la lluvia nocturna.
Descansamos un rato en el hotel y por la tarde volvimos a la carga con la ópera. Hoy tocaba “Las Walkírias” de Wagner. Hemos aguantado sentados delante de la gran pantalla una hora y, ya algo cansados de ópera y helados, aún nos quedaba la visita al Museumquartier que, de tan cerca de nuestro hotel, nos había pasado desapercibido. Parte del edificio está además en rehabilitación tapado con grandes paneles delante de los cuales el día anterior vimos una concentración de gente sudamericana con música y fotos protestando por la situación en Venezuela. En el interior del conjunto se encuentra el Leopold musseum y el Mumak, de arte moderno. Ambos ya cerrados a aquella hora de la tarde. Atraídos por el movimiento de gente con copas en la mano nos hemos dirigido a una sala de donde salían, bien vestidos, más bien de mediana edad. Ya dentro de la sala camareros que pasaban con bandejas de bebidas y canapés. Aunque nadie nos ha dicho nada hemos visto un cartel en la puerta donde ponía “Event privé”, Congreso europeo de diseño estratégico. Aún hemos cruzado después a los jardines de María Teresa, la emperatriz, flanqueados por el museo de historia natural y el museo de arte. Ha sido la última visita.
Hacia las 8.30 café con leche gigante y croissant en la cafetería donde nos han atendido con más simpatía. Una de las camareras, creyendo que éramos franceses nos decía “Je m´apelle Alejandra”. Era lo único que sabía en francés. Curiosamente en una parte, la más visible y exterior del bar, hay un salón para fumadores que está casi siempre lleno.
Hemos preguntado si eso es normal y nos han dicho que sí, que suele haber un salón para fumadores en muchos bares de Viena. Poco después al hotel. Mañana a las 9.45 un taxi pasa a recogernos para llevarnos al aeropuerto.
Lunes, 22.
Ya en el aeropuerto comenzamos a sobrevolar las verdes praderas vienesas hasta ver 70 minutos después los secos campos de Fiumicino en Roma. Allí un imprevisto control de pasaportes por la suspensión temporal de los acuerdos de libre circulación de Schenguen a causa de la reunión del G 7 en Taormina. Una hora después volamos rumbo a Alicante, rodeada también de montes y valles amarillos y secos.
San Juan, 28 de mayo de 2017.
José Luis Simón Cámara.