Camino, como tantas veces, como tantos días, por la playa, abstraído en la contemplación de los caballitos de mar, esa efímera espuma blanca galopante, a lo lejos, salpicado por las gotas escapadas del recio volumen envolvente de las olas y levantadas por el viento hasta refrescar brazos, piernas y cara desnudos.
Difícil distinguir algunos días las caricias del agua y de la finísima arena, también transportada por el viento.
Ese mar inmenso, su relajante sonido ininterrumpido, descansando de la fatigosa y permanente costumbre o vicio o necesidad del pensar, que en ocasiones puede llegar a taladrarnos el cerebro.
Solo preocupado de no ser sorprendido por una de esas olas más atrevidas que la mayoría, una de esas olas que inopinadamente se resiste a ser engullida por la arena y llega hasta lamer los pies aún calzados.
Es mientras paseo, como digo, cuando me la encuentro en medio del camino.
Las alas extendidas, boca arriba, las patas alineadas, el pecho aún erguido, la cabeza hacia un lado posada en la arena.
Rodeada de algas, unas verdes y aún brillantes, seguramente recién arrancadas de sus raíces por el temporal, otras ya marchitas, marrones y deshilachadas, también algunos rizomas rugosos, esponjas de mar, hinchadas sus oquedades que recuerdan a ese famoso queso francés.
Y ella allí, junto al mar batiendo, ese mar sobre el que tantas veces ha planeado vertiginosamente hasta zambullirse intentando sorprender a la presa, pobre pececillo desconocedor de que su destino iba a ser sobrevolar su medio acuoso asfixiándose atravesado en el pico de una de esas aves.
Esos pajarracos de sordo graznido que proyectan su sombra en el agua, como un negro presagio, mientras rastrean la estela fugaz de los pececillos ignorantes de sus aviesas intenciones, después de todo tan sensatas como las suyas, como buscar alimento, como hacer por la vida, puro instinto de supervivencia, fuerzas de la naturaleza enfrentadas.
Siempre es triste ver el fin de una vida.
Un pájaro desaparecido en pleno vuelo devorado por una rapaz.
O en caída vertical, interrumpido su vuelo por el disparo de un cazador.
Un ciervo que salta de risco en risco hasta que una bala lo detiene y muerde el polvo que su cuerpo levanta en el monte mientras hunde sus cuernos contra el destino.
Siempre o, casi siempre, es triste el fin de una vida.
Pues sí, allí estaba inmóvil la gaviota.
Si acaso el leve vaivén de las alas movidas por los últimos cabrilleos de las olas al fin de su recorrido, ya sin fuerza, y en su regreso a las cóncavas profundidades.
Aves que se remontan, si el viento en contra, o caen en picado, si a favor, ebrias de velocidad, batiéndose sin rumbo, por el solo placer del vuelo, por el solo placer del viaje, mezclando en su borrachera el azul del mar y el del cielo, perdida la noción del arriba y el abajo, sujetos a un giro de sus alas.
También las gaviotas aparecen un día muertas en la playa.
Como aquélla.
San Juan,24 de abril de 2018.
José Luis Simón Cámara.